El Cabildo del Rock
Candelaria Kristof
Prólogo
En media hora, el chico que las repartía con la moto por los negocios y oficinas de Parque Leloir vendría a buscarlas. La mujer terminó de preparar las “viandas naturistas”, se enjuagó las manos en la pileta de la cocina y las secó en el delantal. Entró en el living y abrió la tapa del combinado Winco. Debajo del mueble, revisó la pila de discos de vinilo. Encontró el de Spinetta. Kamikaze. Lo extrajo con cuidado y calzó en la bandeja. Alzó el brazo del tocadiscos y dejó que la púa se apoyara con suavidad en el surco del segundo tema. Ella también empezó a sonar abriéndose paso entre algunas frituras. La mujer tomó de arriba del mueble un estuche. Lo abrió y sacó su cigarrillo electrónico. Lo prendió, inhaló, sopló el humo mirando hacia arriba. Tenía una mano en la cintura. Vio las telarañas del techo. Una pequeña nube que olía a vainilla y a café la siguió hasta el sillón. Sube a las hojas y cae hasta el mar/ ¿cómo es que puedo tocarle las manos? Recordó aquella estrella fugaz en la Costanera Sur, dos días después de la muerte de Spinetta. Ella también era el tema de cierre. La estrella cayó por atrás del escenario justo cuando Pedro Aznar, que ofrecía un recital gratuito en homenaje, cantaba esos versos. La mujer recordó que, como los demás, había aplaudido en ese momento. “¡Es él! ¡Es Spinetta!”, gritó una chica a su lado. Y la mujer se puso a llorar.
Ahora también lloraba. ¿De dónde vienen quienes al nacer/ llueven y llueven y en ella se juntan? Levantó la falda del delantal y se secó la cara. Siguió fumando falsamente ese cigarrillo falso. Las lágrimas son lo único verdadero que me queda, se dijo la mujer presa del desencanto. Un timbrazo la sacó del melodrama. El chico de la moto, pensó. Lo atendió, le dio las viandas, se quitó el delantal. Decidió ir ahora. Entró en el baño, se miró en el espejo, intentó guiñarse un ojo. No pudo. Estaba demasiado vieja y ajada. Se pasó las manos por el pelo hirsuto y puso sobre sus pestañas desvaídas un poco de rímel.
Esa mañana, temprano, su hijo la había llamado para pedirle que fuera al estudio y averiguara por qué nadie recibía las cartas. El hijo, abogado y músico, trabajaba con Gustavo Gauvry, el creador del estudio Del Cielito y del sello discográfico homónimo.
No le gustaba ser la mandadera del hijo. No obstante, el pedido la entusiasmó. Ella había leído un libro que contaba la historia de Gauvry y el Cielito, y como vivía en el barrio, soñó con la tranquera y los árboles, con entrar en ese jardín y toparse quizá con Charly, con Lebón o con el alma de Spinetta. Anotó bien la dirección en un papel y el nombre de las calles que tenía que tomar. Ella había soñado pero de hecho nunca se había acercado porque, si se encontraba con alguien, no quería aparecer como una groupie decadente que pedía un autógrafo a los sesenta y cinco años. Era mentira que uno dejaba de querer ciertas cosas con el paso del tiempo. No dejaba de querer: simplemente renunciaba para no hacer el ridículo.
Salió al jardín y llamó a los perros. Aprovecharía para pasearlos. Con los perros por delante, tironeando de las correas, le daba menos vergüenza ir y preguntar.
Hizo el camino que Pablo, su hijo, le había sugerido. Lo demás ella lo conocía. Aquel libro sobre el estudio hablaba de pájaros, liebres, bosques y una mítica cabaña de madera. Integrante mucho más reciente de la comunidad de Parque Leloir, la mujer había perseguido el perfume de la pinocha, las aristas agrestes, como quien busca una majestad propia y a la vez perdida u olvidada. Ahora dobló por la calle que lleva al estudio con el secreto entusiasmo de quien se pone en camino de una aventura.
Ninguna liebre cruzó de un lado a otro de la calle. El tironeo de los perros la hacía trastabillar en pozos irremediables. Avanzó. No se veía ninguna tranquera, ningún cerco vivo, ninguna cabaña. Volvió a chequear el papel con el número. En ese número se extendía un muro blanco de tres metros de altura que remataba en severos alambres de púa y una casamata que emergía del paredón con su forma cilíndrica. Un cinturón de vidrios blindados reflejaba un solo rayo de luz hiriente. Junto a la plancha de hierro del largo portón automático vio un portero eléctrico. Pulsó una tecla. Esperó de espaldas al portón, frente a lo que había sido un bosque y hoy era el inmenso lote de estacionamiento de un polo de concesionarias de automóviles. Se dio vuelta. Volvió a tocar el portero. Ni siquiera el silencio había perdurado. Los pájaros se iban retirando, espantados por el rugido del Acceso Oeste.
Al fin una voz cayó desde lo alto como un golpe. Alzó la vista hacia la caseta de seguridad. Un par de ojos molestos la miraban.
-Quería saber si acá vive alguien -dijo la mujer. Sin esperar contestación, agregó-: A mi hijo todas las cartas le vienen de vuelta.
-No sé quién es su hijo -dijo el hombre, allá arriba-. Pero esto es el estudio Del Cielito.
-El problema es ése -los brazos de la mujer se alargaban con los perros-: mi hijo trabaja para Gustavo Gauvry y dice que esto ya no es el estudio Del Cielito.
El hombre pasó una mano áspera por su barbilla.
Los perros la tironeaban. La mujer se atrevió:
-Por eso manda cartas-documento que nadie, parece, quiere recibir. Están usufructuando una marca.
-¿Qué quiere que le diga, señora? Yo no sé nada.
La mujer se envalentonó.
-Por eso mi hijo les manda esas cartas: para que sepan. Ahora le voy a decir que gente hay.
-Haga lo que quiera. No hablamos con locas -dijo enfurecido el hombre de la caseta y cerró el vidrio de un golpe.
La calle del estudio en 1978
(Foto Gustavo Gauvry)
Escribí la primera versión de El Cabildo del Rock entre 2005 y 2006. Un año más tarde la historia del Cielito estuvo disponible en las librerías.
En aquella oportunidad, el gestor del libro fue Cristian Merchot, el manager de la Bersuit. Esta banda, la Bersuit, había comprado en 2001 el estudio de Parque Leloir. Las peripecias que llevaron a Gustavo Gauvry a emprender finalmente la venta de la mítica cabaña con su parque y el estudio detrás, son parte de esta historia.
Algún tiempo después de instalarse en ese territorio legendario, Merchot observó que les resultaba imposible con las giras y los compromisos que tenía la banda, hacerse cargo de la comercialización del estudio. Entonces convocó a quien mejor podía regentearlo. Gustavo Gauvry volvió a entrar en escena.
Es en esos años que yo conozco a Gustavo.
Cristian Merchot le pidió a Gus que hiciera un libro con todas esas anécdotas que le daban un tono y un color particular al estudio. Ocurría que en las giras de la Bersuit se encontraban con gente que de oídas conocía una u otra anécdota y buscaban precisiones que ellos no podían ofrecer.
Gustavo me preguntó si estaba dispuesta a escribir ese libro. Le dije que yo no pertenecía a la grey de los rockeros. Le pareció que una mirada disímil podía sumar. Entonces le dije que sí, claro.
Debo decir que me divertí mucho haciendo las entrevistas y componiendo la historia. Y también debo admitir que, en lo atinente a dicha “composición”, tomé una serie de decisiones desacertadas que arrojaron como resultado una rareza que no pocos rockeros observaron con renuencia cuando no directamente con genuino rechazo.
Pasó esto: todos los involucrados hablaban maravillas de los años gloriosos del Cielito y de su creador, Gustavo Gauvry. Al manager de la Bersuit y a Gustavo, les interesaba que se vendieran horas de estudio. Temí estar involucrada en la redacción de una suerte de folleto de hotelería que describe las bondades de un lugar para tentar al posible huésped. Con una mano, Cristian barrió el aire por delante de su cara:
-No te preocupes -señaló-: este estudio se vende solo. El libro no nos interesa en ese sentido.
Le dije a Gus Gauvry:
-Sin conflicto no tenemos historia.
Gus me dio libertad para armar el relato del estudio como quisiera.
Dado que lo único que presentaban los entrevistados era un anecdotario de animadas travesuras rockeras, decidí que el conflicto lo pondría en la voz narrativa.
Se sabe: el narrador no es el autor. El narrador es una voz que el autor elige para dar cuenta de una historia. Esa voz puede estar más o menos cerca de la realidad del autor, pero autor y narrador nunca coinciden.
El corte netamente periodístico proporcionado por las entrevistas determinó que la narradora de El Cabildo del Rock debiera llevar mi nombre, el nombre de la autora. Como dije, puesto que la historia del Cielito no presentaba conflictos, decidí creárselos a la narradora. Esa voz, al entrar en contacto con el ámbito donde tantas otras voces, famosas, habían encontrado su día, su cielo, su momento, resolvería sus congojas.
El resultado fue el siguiente: los amantes del rock abominaron de la narradora. Y los que hubieran querido entrar en la novela, se toparon con poderosos íconos del rock que los disuadieron, con nombres cuya sola mención sugiere una novela entera. Novela a la que siempre le hubiera sobrado esa narradora de pacotilla con su pequeño melodrama ensuciando lo que fue una larga temporada de éxitos del rock como género y del Cielito como generador de bandas, hits y un montón de discos de oro.
Esta segunda versión fue expurgada de aquellas historias foráneas al rock mismo y sus hacedores. Pero además, en los años que median entre la aparición de aquel libro y éste, nuestra república del rock perdió, tempranamente, a dos de sus figuras más talentosas y entrañables: Luis Alberto Spinetta y Gustavo Cerati. No quiero dejar de mencionar a la Negra Sosa, que tuvo un gran protagonismo en las grabaciones en vivo de las que Gustavo Gauvry fue absoluto precursor, ni a Diego Rapaport que, mientras David Lebon tocaba en su guitarra El tiempo es veloz, iba replicando en el piano lo que oía, creando para el tema un impensado efecto de demora, una suerte de oxímoron musical, en esa grabación que quedó así para el disco y que sigue siendo la mejor de todas las versiones.
Cuando lo entrevisté, allá por 2005, Cristian Merchot dijo: “El lugar elige a las personas”. Se refería al Cielito como espacio físico. El lugar que había hospedado a Spinetta, a Charly García, a Lebon, Aznar, León Gieco, Santaolalla, Héctor Starc, Pappo, al Indio Solari, a Sky, a Juanse y Los Ratones Paranoicos, a Los Piojos. El etcétera abarca prácticamente a todo el rock nacional y gran parte del internacional. Es un etcétera lleno de nombres propios, una lista para la cual el libro guarda al final un capítulo que no deja a nadie afuera.
Cuando lo dijo, cuando Cristian dijo “el lugar elige a las personas”, Gus y yo asentimos. Estábamos ahí, en “el lugar”. Y lo estábamos pasando maravillosamente bien.
Pero después ocurrieron cosas. Al final, siempre ocurren cosas. Y siempre hay conflicto. Y siempre novela.
Después de una larga, larga temporada de éxitos, Cordera se separó de Bersuit y Bersuit terminó vendiendo “el lugar”.
Lo compraron otros músicos que prefiero no nombrar. El error que cometieron estos músicos fue que utilizaron el lugar para usufructuar una marca. La marca es Del Cielito o Del Cielito Records y Gustavo Gauvry nunca la vendió. Los nuevos dueños del espacio físico a partir del cual se construyó toda una historia de sueños cumplidos, se habían apropiado, de manera ilegítima, de un capital simbólico. Por primera vez desde su creación, ese espacio mítico quedó expuesto a sombrías ambiciones.
Hoy no podría hablar de “la magia” de Parque Leloir, el barrio donde se enclava aquella cabaña de madera en la que tantas canciones inolvidables se crearon y tuvieron su primer registro sonoro.
La magia, amigos, no estaba en el lugar.
Estaba y estará siempre en una cierta mirada que captó al mundo de un modo que en nuestro rock no volverá a repetirse.
Ese lugar mítico estaba y estará siempre en Gustavo Gauvry, su creador. Y en cada corazón que ríe, llora o comprende algo distinto al volver a escuchar los temas que allí se
grabaron. “Allí”. ¿Dónde queda ahora ese “allí”?
“Allí” es siempre “aquí”.
Aquí es siempre ahora.
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