Después de la lluvia y el Indio
Habíamos pasado prácticamente todo un día con el Indio Solari en el estudio y ahora lo llevábamos a su casa.
Atardecía. En forma radial, el sol despuntaba entre las ramas de los árboles, después de varias horas de lluvia. Teníamos las ventanillas abiertas. El antebrazo del Indio se apoyaba en la puerta. Aspiré el perfume húmedo de los eucaliptus. Comentamos vagamente algunas curiosidades de la zona. El Indio dijo que tenía algunas revistas sobre el tema. Le pregunté cuáles. No se acordaba.
Llegamos a la casa. La tarde, el día de gracia, terminaban. Le di uno de esos besos retorcidos que se dan desde el asiento de atrás. La verdad es que quería bajarme, abrazarlo, proferir gritos de alegría y agradecimiento. El Indio, una leyenda viviente del rock nacional y yo lo dejaba partir de la misma manera inofensiva, lavada, con que se deja ir a quien se ve todos los días.
Gus puso el auto en marcha. Saludó con la mano una vez. Agité la mía lo que duró su trayecto entre la calle y el portón. Sólo cuando esa figura liviana terminó de cerrarse para mis ojos, me pasé al asiento de adelante.
Lo miré a Gus. Parco, cortés, silencioso, impasible, me pregunté cuál sería la clave de su magnetismo.
-Se fue -dije, con el ánimo abatido.
-Pasó todo el día con nosotros -observó Gus, menos con la intención de consolarme que con la de señalar un hecho.
Un mero hecho.
-Se ve que se sintió cómodo -sumó.
Pero para mí, el término de esa presencia tan extensa, tan imponente, era pura resta y me imaginé trepando los muros blancos de su residencia, corriendo por el parque, llegando jadeante hasta la casa. “Indio, no te di un abrazo”.
Indio Solari en casa de Edelmiro Molinari. Los Angeles, 1993
(Foto Gustavo Gauvry)
-¿Hacemos una recorrida, antes de que oscurezca? -propuso Gus.
Asentí.
-Parque Leloir forma parte de su personalidad, de su encanto.
-¿Del Indio?
-No, no, del estudio -dijo Gus-. Me refería al estudio.
-Ah, claro… El Indio, David Lebón, Spinetta, Miguel Cantilo, Divididos, Iván Noble -apunté intentando recomponerme-: hay un montón de músicos que eligieron vivir acá después de grabar en el Cielito.
-Sí… -el auto se sacudía sobre el relleno de escombros de una calle-. Al principio parecía un lugar totalmente inadecuado para tener un estudio de grabación. En esa época, los estudios estaban todos en el centro. Si pretendía hacer una cosa más comercial, me parecía que no la podía hacer en Parque Leloir porque en ese momento, estamos hablando de fines de los ’70, comienzos de los ’80, era muy difícil llegar: no existía la autopista del Oeste, no había teléfonos… -Gus se queda pensando-: ni siquiera había recolección de residuos. Teníamos que quemar nosotros la basura. Pero bueno, este lugar, que parecía tan inapropiado para poner un estudio, terminó siendo su caballito de batalla, su argumento de venta.
Hacía apenas unos minutos que habíamos arrancado. Le pedí a Gus que se detuviera.
A medida que uno se interna en el Parque, el silencio se va haciendo cada vez más profundo. O más deshabitado por el ruido humano, por la polución mental. Con el motor apagado se desplegaba otro mundo.
Recordé un episodio de la serie Kung Fu. “Maestro, maestro, ¿cómo puedes escuchar el sonido de una langosta?”. Y el maestro de ojos fulgurantes y mirada ciega responde a su discípulo: “¿Cómo es que tú no puedes?”.
Bajamos. Anduve por ahí, recogiendo ramas, pepitas de eucaliptus. Intentaba aceptar la fugacidad de las cosas. Me despedía del Indio.
Con un silencio respetuoso, Gus esperaba.
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