lunes, 10 de agosto de 2015

09.No me has hecho sufrir sino esperar

No me has hecho sufrir sino esperar


Hacía por lo menos tres meses que lo esperábamos.  El primer impedimento fue atribuido a los ensayos (“me hago mucha mala sangre porque una cosa relajada, como debería ser un espectáculo, termina dejándote con el culo a cuatro manos hasta último momento”); el segundo, a los shows (“yo me siento más cómodo arriba del escenario que en cualquier otro momento de la vida”). Después de la presentación en el Estadio Único de La Plata, debió viajar a Uruguay. Los últimos meses del año habían sido ajetreados, necesitaba tomarse un respiro (“es que ya tengo unos cuantos pirulos, no es joda”) para volver a encauzar la energía siguiendo el ritmo interior (“estoy respetando los tiempos de la creación y de la recuperación del dinero”). Lo mejor sería esperar a que pasaran las Fiestas  (“no te vayas a creer que estoy en plan de papá felicín, eh”).
     Cuando me pareció que las excusas no habrían de acabarse nunca, una tarde de enero el asistente del Indio lo llamó a Gus “por lo de la entrevista”.
     -Lo que más me preocupa del Indio es su inteligencia. 
     Gus me miró, interrogativo.
     -Vuelvo enseguida  -dije.
     Habíamos recaído en el patio de comidas de un shopping. El tenedor tintineó cuando lo dejé sobre el plato.
      En esos meses de espera, había buceado en la biografía del Indio y leído muchas de las entrevistas que había ofrecido a lo largo de su carrera. No, definitivamente nunca podría estar a la altura, concluí frente a la pared de espejos que se alzaba sobre los lavamanos.
      Entonces, mientras procuraba enjuagarme las manos con las tres gotas de agua que aportan las canillas de los baños públicos, escucho una voz. Las manos penden, expectantes, sobre la bacha jabonosa. Una voz de frenada en autopista caliente.
     A la inmovilidad absoluta, sigue un giro rápido, sobresaltado. Una mujer de cuello colgante y labios prominentes, apenas disimula la erosión de su paciencia. Está esperando un lugar frente a las bachas. Tiro del rollo de papel. Seco mis manos. La señora me da un topetazo con la cartera. Oigo A brillar, mi amor/ vamos a brillar, mi amor y pienso que esa mujer ajada puede quedarse con su bacha inmunda.
     Por un momento la música “funcional” se despega de ese fondo de perpetuo bullir sonoro y me alcanza, me espolea… yo sé que hay caballos/ que se mueren potros sin galopar/ A brillar mi amor, vamos a brillar mi amor.
     Estrujo la toalla de papel y desde una distancia de dos metros, la tiro al tacho. Emboco.
    

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