El nuevo estudio
-Inmediatamente después de hacer con Jade Los niños que escriben en el cielo, Spinetta se puso a grabar un disco él solo con su guitarra, es decir, sin una banda; sólo con el acompañamiento acústico y algún teclado. El disco se llamó Kamikaze. Fue en ese momento cuando me convencí de que el estudio tenía que ser ahí.
Gustavo hace una pausa. Pide dos cafés. Prosigue.
-Yo ya había estado buscando propiedades en la Capital y no me daba para comprar. Por otra parte, tenía entendido que no convenía instalar el estudio en un lugar alquilado: el tratamiento acústico implicaba una inversión importante. Lo que más convenía era comprar pero no encontraba nada que estuviera dentro de mis posibilidades y que además me gustara. Así que las grabaciones en la cabaña se prolongaron. Ya habíamos grabado El tiempo es veloz, los dos discos de Spinetta, el primer disco de Suéter e infinidad de demos. También hacíamos la mezcla de las grabaciones en vivo. Yo hacía rato que acariciaba la idea de construir un estudio ahí mismo, al fondo del terreno: instalar un galpón y hacer un estudio de grabación. Una idea que a la vez me parecía totalmente descabellada por lo lejos del lugar. Si bien Parque Leloir está exactamente a veinticinco kilómetros del centro, era lejano por lo inaccesible, por lo difícil que resultaba llegar ahí. Prácticamente no había transportes públicos cercanos ni ninguna estación de tren. La más próxima es la de Castelar, que está como a seis, siete kilómetros del estudio. Y el Acceso Oeste, que ahora pasa a cien metros, en aquel momento no existía. La única manera de llegar al estudio era en auto, por la avenida Gaona hasta Morón y después metiéndote por las callecitas de tierra del barrio de Castelar. Tenías que atravesar todo Villa Udaondo y Parque Leloir para llegar finalmente al Cielito. Entonces, qué sé yo, me parecía que era una locura. Pero un día, conversando con Alberto Ohanián que era el mánager de Spinetta y es una persona, digamos, seria, un empresario, un abogado, él mismo me dijo “¿y por qué no hacés el estudio acá?”. Esta sugerencia fue el espaldarazo que necesitaba porque que una persona normal, no un hippie como yo, pensara que no estaba mal hacer el estudio en Parque Leloir, me hizo ver que la cosa era bastante digerible para los demás. Empecé, entonces, a invertir el dinero que iba entrando de las grabaciones en ladrillos, en arena, en cemento, y poco a poco se fue levantando el estudio que tardó unos tres años en quedar tal como se lo conoce ahora. Después, con el correr de los años, sufrió algunas reformas: a la sala, por ejemplo, se le hicieron más ventanas y se le cambiaron los revestimientos; hubo también algunos cambios en los techos pero la estructura, básicamente, sigue siendo la original. En la parte de arriba, en cambio, se agregaron oficinas y se hicieron dos estudios, más chicos.
”El estudio, tal como se lo conoce actualmente, se inauguró a mediados del ’83, es decir, tres años y medio después de que empezáramos a grabar en la cabaña. En la construcción del estudio, al principio colaboró un amigo arquitecto, Daniel Fieconi. Por otra parte, Amílcar Gilabert me había prometido unos planos que él tenía. Pero bueno, como eso no se concretaba, yo empecé la construcción en base a la idea de hacer un rectángulo grande para la sala y otro más pequeño para el control, pensando que después Amílcar nos iba a proveer de los planos para hacer un tratamiento acústico adentro del recinto. Como eso finalmente no ocurrió, terminé consultándolo a Carlos Piriz, el diseñador que hizo el estudio Moebio y que reformó el control del estudio ION. Él me aconsejó que tirara abajo algunas de las paredes que ya habíamos levantado porque iba a quedar muy chico el control y era una pena que un lugar que se estaba construyendo desde cero, tuviera limitaciones de capacidad que implicaran que sonara mal o que después hubiera que corregir el sonido electrónicamente. Entonces, bueno, me hizo un nuevo proyecto y tuvimos que dar marcha atrás, voltear algunas paredes y empezar prácticamente de nuevo. Durante varios años nos quedó una montaña de escombros al costado del estudio.
Lebón, ansioso por grabar en el nuevo estudio todavía en construcción
(Foto Gustavo Gauvry)
-En un momento dado Gustavo se dio cuenta que lo de la casa ya no iba más, era demasiado -reconoce David-. Y empezó a construir esto. Me acuerdo que en el medio de lo que ahora es la sala había un árbol inmenso, era una cosa terrible: hubo que llamar a cuatro paraguayos para que lo serrucharan; estuvieron horas. Más adelante le pregunté a Gustavo si había quedado algo del árbol. Me dijo que el pedazo más grande estaba en la cocina: de mesa había quedado.
-Después de grabar acá tu primer trabajo como solista, tengo entendido que, en cierta forma, empezaste a desvincularte del estudio.
-Un poco sí. O sea: Gustavo estaba mucho más. Ahora, todos los discos que vinieron después de El tiempo es veloz, los seguí grabando acá. Lo que pasa, como te decía, es que yo no tenía tiempo para estar como técnico o como mánager del estudio. Estaba en Serú y Serú estaba trabajando muy fuerte. Después, inclusive en mi carrera como solista empecé a trabajar muy fuerte. Y ya no tuvimos tiempo de seguir juntos con esto. Porque nosotros, en un primer momento, habíamos pensado el estudio para nosotros, era nuestro chiche, nuestro lugar para jugar, para experimentar.
-Pero enseguida otros se interesaron.
-Sí, enseguida apareció Mercedes Sosa, que quería grabar, la Tana Rinaldi, Spinetta. Y Gustavo vio la posibilidad de hacer un emprendimiento más empresarial. Así que en un momento dado yo me abrí y Gus siguió. Creó el sello Del Cielito Records, se hizo productor. Yo, la verdad, es que me sentí súper orgulloso de él. Porque Gustavo era fotógrafo. Punto. Pero su tesón, su gran inquietud por aprender, por absorberlo todo…. Fue totalmente autodidacta. Y además llevó adelante todo esto, solo. Porque estamos hablando, viste, en Universal son... qué sé yo, trescientos tipos trabajando para la compañía. Gustavo era uno solo.
-La Guerra de Malvinas generó que muchos músicos que estaban en Europa reaparecieran: Piero, Pedro y Pablo, Nacha Guevara, Mercedes Sosa. Todos venían y querían hacer recitales y grabarlos en vivo -sigue Gus- porque eran muy emotivos. Y bueno, entonces salíamos nosotros y grabábamos esos recitales. Se generó toda una moda de...
-Cuando decís “nosotros”, ¿de quiénes estás hablando?
-Y... de mí...
-Pero sos un “mí” que vale por varios.
-No, David también me ayudaba a grabar. Y Amílcar Gilabert, el otro sonidista de Serú. Después seguí yo solo. David se desvinculó del tema porque no le interesaba hacer un estudio comercial, él lo que quería era...
-Grabar su propia música y que le saliera bien.
-Claro, exacto. Pero yo tenía un proyecto más...
-Más empresarial.
-Claro. Eso también implicó ser más tesonero, más constante. David no tenía puesto el foco en algo así en ese momento, así que seguí solo. Fue todo medio de casualidad porque yo nunca planeé realmente... O sea, yo quería hacer un estudio y producir cosas en forma independiente pero, como te decía el otro día, pensaba que un estudio tenía que ser en Capital. Me parecía que una cosa así, más comercial o empresarial, no la podía llevar a cabo en Parque Leloir. Ni siquiera había teléfono. Fueron los mismos músicos quienes terminaron convenciéndome.
-¡No había teléfono! ¿Y cómo se contactaban?
-Y bueno, era un quilombo. En un momento hasta tuve un local, un galpón alquilado en Castelar que tenía teléfono y un sistema de radio-enlace que me daba teléfono ahí en el estudio; pero siempre andaba mal, cada vez que había una tormenta se rompía. No, fue todo súper árido, pero bueno, yo tenía veintiséis años, no me importaba nada.
-Nos gustaba escuchar y sentir de una manera -admite Spinetta-. Por ahí había días que no coincidíamos, pero en general creo que todo fue muy bueno. Muy bueno porque era todo entrega. Yo creo que, hoy por hoy, ya casi ni existe ese tratamiento. Nadie (a menos que sea tu productor, tu socio o el autor de los temas) está todo el tiempo con el artista, al servicio de lo que al tipo se le ocurra tocar, hacer o componer. O de meter unas voces que después no sirven, como hicimos una vez que metimos unas voces que eran un espanto y después dijimos “buen, tirémoslas, no sirven”. “Hicimos”, digo. “Hice”, en realidad. Pero cualquier tipo de experimentación era tomada en serio y se te ofrecía un tipo de colaboración que casi no existe.
-Incondicional, prácticamente.
-Claro. Tiene que haber un romanticismo o tiene que haber un negocio -se ríe, el Flaco- para que dos tipos puedan tener tanta paciencia el uno con el otro. Pero teníamos un propósito y el propósito era hacerlo, contar con esa libertad que daba el estudio y con toda la amistad, todo el catering, más todo lo otro...
-¡Catering!
-Es una forma de decir, todo lo lindo... –hace una pausa-. A veces también salíamos a comer a unas parrillas que había por ahí y nos encontrábamos con la gente. Teníamos unas anécdotas... -recuerda y vuelve a reírse, no sin cierta picardía.
-Contame acerca de esas anécdotas -solicito.
-Bueno, pero vamos por partes porque si no, me pierdo, se me agotan las memorias.
-Dale.
-No era muy previsible lo que sucedía pero se sabía que por ahí, si David iba y tocaba una viola, siempre iba a estar bien. En general siempre nos movimos con un material musical muy bueno. Nosotros nos impulsábamos con eso, creíamos que estábamos haciendo algo artístico. Nos impulsaba el simple hecho de creerlo, no digo que lo fuera porque, viste, el arte es cagarte de frío.
-¿Qué querés decir con eso?
-Que helarte es cagarte de frío. Hielo. Entonces lo que para nosotros tenía sentido era compartir eso y la entrega para crear. “Mirá cómo suena esto” y al otro día se lo mostrábamos a alguien, algún músico que estaba de paso y, viste, vos sabías que habías dejado ahí un montón de horas, con los ojos así mirando la consola o metiendo una viola o algo, y todo tenía un sentido artístico, totalmente artístico. Creo que todavía lo tiene para mí, pero es muy difícil que exista en un sentido así, de contagio entre músicos. La anécdota más famosa -el Flaco fija los ojos en mí, como si me dijera “viste, no me olvidé de lo que querías”- es cuando estábamos grabando Mondo di Cromo y había entrado como una especie de ola de inseguridad en el conurbano por afanos y qué sé yo. Ya una vez habían entrado a robar en la cabaña. Entonces era de noche y Gustavo escuchó unos ruidos. Fue a ver de qué se trataba mientras yo estaba grabando un pito, para un tema que se llama Para Valen, dedicado a mi hijo que había nacido hacía muy poco, y que casi se nos muere a los quince días de nacer porque se enfermó, y bueno, fue un momento de vida o muerte, del que salimos airosos. Estábamos muy conmovidos. Entonces yo estaba grabando Para Valen en un clima de soledad muy especial. Era una de esas noches en las que hay baja presión. ¿Puede que haya baja presión, no?
-Sí, sí.
-Una de esas noches pesadas de verano, medio cerrada, nublada, y yo estaba con ese pito -emite un pitido o silbido con la boca- con una cámara, con los auriculares... Gustavo escucha un ruido y sale enseguida. Y yo me quedo con el tuuuu, tuuuu... Gustaavo, Gustaavo -hace una voz como la de alguien que llama a otra persona con cautela, acaso en un ámbito oscuro- llamándolo cuando ya se había ido. Y no era nadie, no sé quién había venido, quizás Floki o un nene. Entonces cuando vuelve me escucha: “Gustavo, ¿me escuchás, me escuchás, me escuchás...?” No podía parar el eco. “Gustaavo, Gustaavo, taavo, taavo...”. El eco se sumaba y entonces “Gusty, ¿estás ahí, me oís, me oís, me oís? Gustavo, avo, avo”. Estaba perdido adentro de la consola.
Frente del nuevo estudio de grabación. 1983
(Foto Andrea Saslavsky)
No hay comentarios:
Publicar un comentario