Del Cielito
-Me pareció un nombre muy musical. En realidad, de entrada le puse Del Cielito Records porque la idea de crear una pequeña productora independiente estuvo desde el comienzo.
Habíamos cruzado la Avenida Martín Fierro y caminábamos por la calle Del Cielito.
Logotipo usado en los primeros años del estudio
Hacia fines del siglo XIX el hacendado Alejandro Leloir adquiere, en el partido de Morón, varias chacras ubicadas en la actual localidad de Villa Udaondo. Una de ellas correspondía a lo que hoy conocemos como Parque Leloir. Cuando muere Alejandro, estos campos son heredados por tres de sus cuatro hijos: a Clara se le adjudicarán 272 hectáreas, a Alberto 208, y al menor, Antonio César, sólo 67. Paradójicamente, Josefina, la hija que no hereda tierras en la zona, se termina casando con quien le daría nombre a toda la localidad: el gobernador de Buenos Aires, Dr. Guillermo Udaondo. Y Antonio, el que menos recibe, es el que más llega a tener. En efecto, diez años después de la muerte de su padre, al cumplir la mayoría de edad, comienza a comprar las chacras linderas. Entre 1899 y 1915 llegará a conformar un campo de más de 330 hectáreas. A comienzos del siglo XX, en el centro de este campo, Antonio le encarga a Carlos Thays el diseño de un parque de considerable extensión. Este hombre emprendedor también funda un establecimiento rural dedicado a la cría de caballos de carrera: el Haras Thais. Presumiblemente el nombre del haras sea un homenaje al paisajista galo. A la muerte de Antonio César Leloir, en 1939, el campo se divide en siete fracciones. Los herederos quieren cumplir un sueño: la creación de una Gran Ciudad Parque. Siguen plantando arbolitos. Miles. Urbanizan la zona conforme al criterio de los parques europeos.
Hacia mediados del siglo pasado comienzan a realizarse numerosos loteos. Poco a poco, Parque Leloir se convierte en un lugar de veraneo. Para 1956 había aproximadamente unas ciento cincuenta casas quinta. Con la instalación, a fines de los ’60, de caballerizas de alquiler y pensionado, y la utilización de los terrenos baldíos, que eran muchos y muy grandes, para pastoreo de la caballada, el lugar adquiere una fisonomía ecuestre. Cientos de jóvenes y turistas se acercan a la zona para disfrutar de largas y románticas cabalgatas por el Parque y sus alrededores. En la caballeriza “La Pérgola” incluso podían alquilarse bungalows. Y había una pileta pública. Ofrecían clases de equitación y organizaban cabalgatas con jinetes vestidos a la usanza inglesa.
La reserva de los Leloir continúa loteándose. Tanto en la década del ’60 como en la del ’70 se establecen varias familias con vivienda permanente.
Pero habría que esperar hasta comienzos de los ’80 para que Gustavo Gauvry instaurara, en medio de los eucaliptus y las zarzamoras, un pequeña república del rock & roll.
-Seguí derecho nomás -me indica mi amigo, Pablo Milberg.
-¿Estás seguro? -le pregunto, con cierto recelo.
La Avenida Gaona, por la que veníamos circulando, se termina de golpe. Ahora avanzamos por la supuesta continuación: un angosto e irregular sendero entre los matorrales.
-Sí, sí -me responde Pablo, enfáticamente-. Dale que está todo bien.
“Todo bien” es un camino polvoriento lleno de pozos, que serpentea entre inmensos montículos: basura, escombros y restos de autos abandonados, completan el trazo de lo que algún día será la Autopista del Oeste.
Pablo quiere que conozca Parque Leloir, donde está por construirse una casa. Continuamos avanzando a los tumbos por este Far West.
-Hay otro camino, cruzando Castelar, que está asfaltado -me aclara -: pero éste es más directo.
Más directo para llegar a la tumba, pienso mientras el auto avanza dando bandazos.
Poco después aparece, a nuestra derecha, una gigantesca arboleda de añosos eucaliptus, cipreses, casuarinas y araucarias que forman un bosque imponente. Nos internamos a través de callecitas de tierra que tienen nombres gauchescos. De la Doma, Del Candil, De la Vidalita, De la Huella, Del Cielito, y otras, forman un laberinto de curvas entre las que se esparcen algunas casas quinta.
Mi lobreguez inicial va mutando, a medida que nos adentramos en el bosque. El sacudido acceso queda momentáneamente eclipsado por este espacio. Parece un lugar de vacaciones, le digo a Pablo. Y una decisión que hasta ese momento yo no sabía que iba a tomar, se abre paso entre los árboles y me toma a mí.
El jardín del Estudio Del Cielito
(Foto Gustavo Gauvry)
(Foto Gustavo Gauvry)
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