En los estudios urbanos no se consigue
-Del Cielito ha sido un generador, una usina de energía para todos los músicos que habíamos sufrido todo tipo de condicionamientos por parte de las grabadoras; además, nos cobraban carísimo en regalías y en los contratos el uso de los estudios que ellos poseían. Así que cuando apareció el Cielito fue como “el” lugar. ¡Al fin aparece un estudio como el que soñamos, hecho por un músico!, pensábamos. Y poder verlo en concreto y que no sea un sueño, ¿entendés? Ahí grabó Charly García, grababan todos. Yo creo que las características preponderantes del estudio eran la generosidad y la libertad. Había libertad para estar ahí -explica Spinetta.
-Y, de alguna manera, esto favorecía el proceso creativo.
-Totalmente. En los demás estudios, en cambio, no veías la luz del sol en todo el día y cada hora que pasaba era como un garrote que te caía en la nuca. Y vos después leías en la revista Pelo que, no sé, que Led Zeppelin estaba grabando en una isla, en Grecia. Entonces te preguntabas: “¿Y nosotros qué somos? ¿Boludos al viento?”. Del Cielito acercó la idea de que acá también se podía estar en un lugar alucinante, pasándola bien y grabando música.
-Incluso vos después terminaste mudándote a Parque Leloir.
-Me fui a vivir más o menos en la época en que grabamos Los niños que escriben en el cielo. Justo ese año creo que me mudé. Ese año o el siguiente.
-Podríamos decir que tu elección de un nuevo lugar para vivir estuvo relacionada con haber grabado en Del Cielito.
-Sí. Yo después tuve un pequeño grabador. Me había mudado a unas pocas cuadras de la casa de él -lo señala a Gustavo Gauvry- como pretendiendo tener mi propio Del Cielito también. Fue muy inspirador. Un detonante para que otros quisieran tener su estudio en una quinta o en un lugar lindo. Y de hecho...
-Sucedió.
-Sí, teníamos algunas herramientas, pero no era lo mismo. Del Cielito era un estudio grosso. Es más: no hay ningún estudio que sea así. Con Gus nos dimos cuenta de que no era imposible eso que habíamos soñado. Sólo era cuestión de poner la polenta donde se la debía poner para que apareciera un espacio donde tuviéramos esos beneficios, esa libertad. Después, por ahí cuando tuvimos más obligaciones o más compromisos, se perdió un poco ese hippie espontáneo que surgía en nosotros. Pero se retoma. Siempre es retomable el hippie -afirma Luis Alberto, no sin un dejo de melancolía.
-Totalmente soñadores, viste -corrobora David-. Como Colón o como los tipos que soñaron con ir a la Luna. Nosotros soñamos con el estudio en el campo y lo logramos. Había un anhelo ardiente. Todo lo que vos pensás, se puede hacer. En realidad, no hay trabas. O sea: las hay. Estamos en un mundo donde todos te dicen “no” constantemente. Pero nuestro acierto fue que nunca nos dijimos “no” a nosotros mismos y tampoco miramos mucho para afuera. Había muchos “no” por todos lados, pero tratamos de no darles bola.
-Sobre todo al comienzo -confiesa Spinetta- éramos muy experimentales. Yo me acuerdo de estar grabando a las tres de las mañana, en verano, y como hacía calor por ahí abrías la ventana, total había un silencio bárbaro, y se escuchaba... quedaba grabada la noche. Si uno quería, si uno quería abrir, ¿entendés? -se señala la cabeza- entraba eso, era increíble. En los estudios urbanos no lo podés tener.
-“Kamikaze” se describe como un disco acústico e íntimo. Y yo me preguntaba si esta cualidad de íntimo tiene que ver con esto que estás contando, con el medio en el cual el disco se grabó. De hecho quedó registrado en un tema el sonido de los grillos, en otro el de una banqueta de cuero que usaron como tambor...
-Ay... sí.
-Hay un texto tuyo muy lindo, en la tapa de ese disco, que da cuenta de los asados, el tenis, la pileta y los mates-Crown, que no sé qué serán...
-Los mates de la Vieja, mi asistente. El que nos fue a comprar el casete -ríe Spinetta-. Aníbal Barrios: la Vieja. Muy conocido en el ambiente, sobre todo de los viejos rockeros, es un personaje ya él por sí mismo y hace los mejores mates que se pueden hacer en una gira o en un escenario, o mismo acá, a veces hace unos mates... Y Crown es la marca de unos amplificadores que son muy sólidos y siempre funcionan a la perfección a lo largo del tiempo y se bancan la paliza de las rutas y los shows y shows y shows. Entonces decir un Crown es como decir...
-Un mate que se banca todo.
-Exactamente, algo eterno, que no se rompe nunca y que siempre anda perfectamente bien. Por eso le decíamos: “hacenos unos Crown” y pegábamos una mateada ahí. Pero... la cantidad de anécdotas... Íbamos a jugar al tenis, ¿te imaginás yo, jugando al tenis, lo que puedo llegar a ser? No, muy gracioso, vivimos muchas cosas muy felices. Nuestros hijos eran muy chiquitos, muy chiquitos. Inclusive una vez nos dejaron la casa con la pileta y con todo para que nosotros la disfrutáramos.
-O sea que ir al estudio Del Cielito era todo un programa familiar.
-A veces no, eh. A veces al contrario: me encantaba porque si me peleaba con mi ex señora, podía irme al Cielito -Spinetta se ríe otra vez-. Había tiempo para reflexionar y después llamar y decir: “Hola, estoy en lo de Gus, vuelvo”. Hubo momentos muy lindos, qué sé yo, nuestros hijos crecían ahí, compartían un montón de cosas.
Violeta y Paul Gauvry y Dante, Catarina y Valentino Spinetta durante los '80.
(Fotos Gustavo Gauvry)
“Este disco se empezó a grabar en febrero de 1982 en Estudios Del Cielito. Tras una breve reunión con Alberto Ohanián, productor ejecutivo, Amílcar Gilavert, responsable técnico, y Gus Gauvry, quien finalmente fue el técnico casi permanente y quien, a la sazón, realizó la mezcla, me decidí a imprimir en la cinta estas canciones.
Así surgió la primera toma y luego otras y otras.
Unas buenas, otras tipo baldazo de portland.
Algo aquí, luego una cosa atrás de la otra y por fin Kamikaze está aquí. (...)
Alternativamente todos los temas fueron plasmados de esta manera: Bola de delay, aguardiente de Caroya, Danielito y Juan Carlos Camacho, los zabecones de turno, Ohanián que no te lo puedo describir, pileta de natación, Rapoport con su cámara que se la lleva a dormir, David Lebón, Eduardo Martí, asado, café, tenis, canciones, sueños.
Y por allá se ve la silueta de Fraga, en la niebla, dispuesto a cambiar el curso de los acontecimientos, alicate en mano.
O bien Machi, dorso de conocimientos, siempre presente aunque no esté. (...)
Cables que llevan y traen desconocidos están siempre esperando lugares para conectarse entre sí.
Mi viejo Mercedes bajo los árboles y los hijos de Lebón y los míos. Violeta pidiendo chiclets y la comida de Floki siempre asombrosa.
La arena, los ladrillos, el árbol que hay que derribar para construir el nuevo estudio.
Los mates Crown, al instante.
-¡Negro cara e’rata! -grita una zarigueya a lo lejos.
Todos estamos en cubierta esperando los sonidos, las señales, el agua que se desborda del tanque. No hay aviones suicidas. Sólo los pájaros hablando, los grillos y las ranas en múltiples estéreos para la zamba final. Dando los últimos toques a esta reseña, o bien confluencia de elementos para el fin de este disco, miro todo y no lo puedo creer. (...)
Además, no tiene otro dueño que nuestros corazones.
De por vida.
Luis Alberto Spinetta, Kamikaze, 1982. Texto contratapa.
Spinetta y Amílcar Gilabert durante la grabación de "Kamikaze". 1981
(Foto Gustavo Gauvry)
(Foto Gustavo Gauvry)
-¿Qué más te puedo decir de esa época? -Héctor Starc parece reflexionar, hace memoria-. Bueno, en esa época Luis estaba instalado, grabó ahí uno de sus mejores discos: Kamikaze. Y yo, desde hace veintiocho años, tengo el auto de Luis, el Mercedes Benz que aparece en ese disco. En la tapa hay un texto de Spinetta que dice “y afuera está mi Mercedes Benz” y se ve el Mercedes Benz instalado ahí en el Cielito, abajo de un árbol.
-Parece que te gustan mucho los autos viejos -le digo señalando la colección de réplicas bajo el vidrio de la mesa ratona.
-¡Sí! Esos son todos Mercedes. Éste es el que tengo yo -dice levantando uno-. Este que está acá. Éste es el que era de Spinetta. Ahora está en un lugar en el que tienen coches de colección porque acá se estaba arruinando, no tengo suficiente espacio. Pero volviendo al Cielito: después vino la historia de hacer el estudio de atrás. Me acuerdo que un día fui y ya estaban los cimientos. Había llovido y Gustavo, en el medio del barro, me decía: “Este va a ser el estudio, acá va a ser el control” y me mostraba un ladrillito así en el piso, viste -hace un gesto con las manos, uno puede ver la altura de un ladrillo, sólo uno-. Y yo le decía -se ríe con picardía- “¡Qué báaarrrrbarooo!”. Aparte lo hizo con esos ladrillos de conchilla, viste, no son ladrillos de verdad. Pero él, entusiasmado, me mostraba así -se agacha- los dibujitos de cómo iba a quedar, en el barro.
-Yo podría estar hablando días enteros. Tantas cosas sucedieron acá -David hace circular sus ojos por el estudio-. Mis hijos le inundaron la sala ésta -hace un gesto amplio, abarcativo, con los brazos-. Un día estábamos acá, haciendo un asado. Esto estaba recién terminado, le habían puesto cemento, que todavía estaba fresco. Y mis hijos, que entonces tendrían entre dos y cinco años, trajeron una manguera hasta acá y lo inundaron todo. Entonces éste -señala a Gustavo- viene y me dice, a los gritos: “¡Tus hijos me inundaron el estudio!”. Me quería matar el quía. No, no sabés por las cosas que hemos pasado.
-Porque esto está más bajo, viste que tenés que bajar una escalera para venir acá -me explica Gauvry-. Era una pileta, el agua te llegaba por acá -señala una marca imaginaria sobre su pantorrilla.
-Claro, ellos chochos con la pileta -se ríe David y mira alrededor como si de cada rincón pudiera extraer un recuerdo-. Acá nacieron temas, aparte. Canciones. Luis -se refiere a Spinetta- hizo muchos temas sentado debajo de un árbol. Yo quiero ver un tren, por ejemplo. Bueno, ése lo hizo en el living, en realidad, en el comedor de la cabaña. Él no quería pero yo le insistí: “Vos tenés que tener un rock en el disco, vamos a hacer este tema”. Y después -sigue recordando- hay otro tema para el que se necesitaba una batería, así que me puse a tocar el lavarropas con un par de zapatillas. Hubo mucha creatividad acá. Constantemente. Yo también compuse un montón de temas: El rock de los chicos malos, Qué te pasa, Argentina, que habla, justamente, de lo difícil que era llegar acá en esa época. Había que tomar la General Paz, después la avenida Gaona... y estaba la cana, que te paraba cada dos por tres. Ese tema habla de que yo estoy tratando de llegar al Cielito y los taxis no me paran porque estoy en una zona, entre Capital y provincia, que parece ser tierra de nadie. Al final un remisero me dijo: “¿Por qué no te cruzás enfrente que están los de provincia y te llevan directamente?”. Y el tema de Nayla, y cuando grabamos Alicia en el país de las maravillas.
Decir “Alicia en el país de las maravillas” en lugar de Canción de Alicia en el país, lo pinta muy bien a David. Ahora, mientras escucho los restos de su narración atolondrada (lo que no se borró con el percance técnico que sufrimos en lo de Spinetta), la pasión con que recuerda, su tendencia a tragarse palabras enteras, a desistir de los nexos conjuntivos o a correr detrás de la siguiente idea juntando dos o más palabras en una, ahora escucho al conejo blanco de ojos rosados. “¡Ay!”, dice el conejo, “¡Qué tarde voy a llegar!”. Miro sus pasitos rítmicos, cortos, después me distraigo. Cuando vuelvo a mirar ha desaparecido. Más allá detecto el hoyo de la madriguera. Corro tras él alargando los brazos, tropiezo y, como Alicia, caigo, caigo, caigo. El pozo es profundo. Estas paredes, sin embargo, no están cubiertas de armarios y anaqueles, ni de mapas, ni de mermelada de naranja. Están tapizadas de letras de canciones, de guitarras, fotos de shows. No veo al conejo sino a David, su fisonomía de brujita de Castaneda, el pelo largo y blanco, no sabría decir si rubio o canoso, y la cara de para siempre un niño. Caemos vertiginosamente. Quisiera darle la mano, decirle que está bien, que está todo bien, que lo queremos mucho así como es, que sus canciones nos siguen conmoviendo, que las cuerdas de su guitarra nos mantienen atados al nudo de su corazón, que entendemos, que entendemos incluso la volubilidad de su determinación de no quejarse, pero que no nos molestaría que se queje. La caída es despareja (yo voy detrás de él) y veloz como el tiempo. Él no puede darme la mano. Me da, una vez más, su música. Y entonces su narración se ordena, se compagina, se serena, y seguimos cayendo bellamente. Pero ahora hacia arriba, desafiando la ley de gravedad. No ves que todo va/ todo va creciendo hacia arriba/ y el sol siempre saldrá/ mientras que a alguien le queden ganas de amar.
Durante dos horas seguiremos cayendo hacia arriba. Al final, él me dirá lo mismo que cuando empezamos:
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