martes, 11 de agosto de 2015

10.El abrazo del Flaco

El abrazo del Flaco


Sin embargo, elegante y sutil, más bien remiso en su modo de llevarme adonde se encuentra, o de quizás venir, con lo que el Indio insistirá todavía un mes más, es con su ausencia.
    
     En la puerta del estudio de Spinetta, Gustavo Gauvry me pregunta si prefiero que suspendamos. Este permiso suscita otro sacudimiento de hombros.
     -No llores, linda  -procura consolarme-. Tarde o temprano, todos los amores se terminan. Tienen que terminarse porque son imperfectos.
     Ahí estaba de nuevo, el escorpiano con su verdad mordiente. Yo quería oír lo opuesto: que iba a volver, que mañana o pasado, cualquier día de estos, él volvería. Levanté el borde de la remera y me sequé.
     -¿Lista, entonces?
     -¿Tengo corrido el rímel?
     Gauvry hizo que no con la cabeza. Algo como una sonrisa le cruzó fugazmente la cara. Se acercó a la puerta de hierro bordó. Tocó el timbre.
     Un minuto después nos abría una mujer sonriente. Se presentó como la secretaria.
     -Luis está terminando de almorzar  -nos informó antes de desaparecer por un pasillo lateral.
     Esperamos de pie junto al escritorio. La bolsa con la torta parecía balancearse sola, chocaba contra mis piernas. El día anterior había sido el cumpleaños de Gus. Se me ocurrió que podíamos cantarle el cumpleaños feliz con Spinetta. En la otra bolsa llevaba unos bonetes, maracas, silbatos de cotillón. Gus miraba con insistencia las bolsas. Recelaba de mis ideas aun antes de que las expresara en voz alta.
      A los pocos minutos irrumpió el Flaco. Era la primera vez que nos veíamos pero me saludó como si fuéramos viejos amigos entrañables que se reencuentran después de años de no verse. Ésa era en realidad la situación con Gus. Los bonetes quedaron apretujados por el abrazo. La torta, por suerte, descansaba en el escritorio. Flaco pero fornido, pensé mientras recuperaba el equilibrio.
     Todos los fantasmas que me perseguían, huyeron avergonzados. El abrazo de Luis disolvía las penas. Era un abrazo que recibía, que hospedaba.
     Tenía puestos unos jeans de tiro bajo, remera, zapatillas. El  tiempo había hecho una cita con él y después se olvidó de pasar a buscarlo. Cada fibra, cada movimiento, el curso de las palabras y las risas, se derramaban como por afuera de un límite que él no se imponía. El cuerpo y sus bordes quedaban desenfocados pero no porque se diluyeran sino porque interpelaban, ampliaban la noción de lo concreto y encontraban formas de ser superadoras de lo visible o de lo dado.
     -Che, pero vos seguís igual que siempre  -le dijo a Gus. Enseguida torció la cabeza. Señalaba su abdomen-: Es the inner embrace. El abrazo interior  -tradujo.
     La delicada cortesía de traducir, pensé. De no presuponer que el otro conoce más idiomas que el propio.
     -Es cierto  -admitió Gustavo; su sinceridad no hacía concesiones-. Ya no estás tan flaco.
    
     Salimos de la recepción. Spinetta nos condujo al estudio, que Gus no tardó en elogiar. Detrás de ellos, observaba las consolas y los paneles de esponja gris que recubrían las paredes con sus cuñas anecoicas. Luis Alberto se refirió a la zozobra que experimentó el día que Charly fue a grabar y prendió velas arriba de todos los aparatos.
     El nombre de los picos o conos de las espumas acústicas lo aprendí después. Mientras Gauvry y Spinetta se cernían sobre las consolas como sobre amplios tesoros, saqué de mi bolso el costurero, para tenerlo más a mano, y dejé el bolso y los bonetes en un sillón que se perdía al fondo, sobre la grisura del panel. Luis nos preguntó qué queríamos tomar.
     -Yo un café  -dije.
     -Tenemos un café un tanto experimental -vaciló Spinetta-: En saquitos.
     -Para saquitos, prefiero té  -decidí.
     -El té que tenemos, en cambio, es muy bueno. Pero no viene en saquitos.
     Sonreí. El Flaco era más divertido que poético o melancólico. Y absolutamente atento y servicial. Nos había ofrecido algo para tomar en el momento en que, a pesar de lo concentrados que estaban con Gus calibrando las consolas, detectó, con sus antenas parabólicas, que yo me había perdido en las sombras de su estudio, que tal vez me aburría.
     Salieron. No me atreví a seguirlos. En la luz mortecina del estudio, contemplaba objetos que no sé nombrar. Empecé a impacientarme. ¿Qué hacés acá, esperando como una idiota? Deberías haber ido con ellos, tener una aproximación del mundo íntimo de Spinetta. Y la voz del prurito y la sensatez: macanas, nadie te invitó a pasar más allá de esa puerta, no deberías meterte donde no te llaman, las reglas básicas de comportamiento social…
     Salí del estudio y miré hacia la izquierda, por donde se habían ido.
     -¿Puedo pasar? -pregunté segundos después asomando la cabeza.
     La cocina era un ambiente inmenso, variado. Recorrí con la mirada una biblioteca atestada de libros, discos y fotos. Me detuve en la mesa de ping pong que estaba cubierta por unos bocetos de autos de carrera hechos por el Flaco.
     -Está todo desordenado  -dijo Spinetta en tono de disculpa y me presentó a Mercedes, una chica joven, silenciosa y vestida de negro, que lavaba los platos.
     Después me enteré de que era su mujer. Pero los artistas  -al menos todos los que entrevisté para este libro- no presentan lo suyo como propio. Sienten algo cercano a la vergüenza al arrogarse el derecho de propiedad sobre los seres y las cosas. Con distintos estilos, los vi pasar entre sus muebles, o entre las palabras que aludían a lo que habían conseguido, a lo que tenían, con el cuidado de quien no es dueño, de quien no puede en realidad apropiarse sin perder algo mucho más fundamental que la etiqueta de un vínculo o las cosas.
     Al fondo había una escalera por la que bajaba toda la luz del recinto. Me acerqué a la biblioteca. Junto a un libro de Castaneda vi una foto de Carolina Peleritti. Los otros retratos posiblemente fueran de los hijos de Luis.

     Todavía no sé con qué vara medir el éxito o fracaso de la entrevista. A pesar de la extraordinaria amabilidad de Luis, por momentos me sentí confundida y torpe. Yo le preguntaba una cosa y el Flaco me salía con otra. Cuando él mismo reconoció que se había ido por las ramas, le aseguré que para mí estaba bien porque, en definitiva, las preguntas eran el pie para que él hablara y me dejara conocerlo. Me dijo que no, que El Pie era otro estudio. Si con mis preguntas pretendía capturar algún pasado o algún Spinetta, iba por el camino equivocado. Casi todas las respuestas le prendieron fuego a lo que yo preguntaba. Detrás de todo ese humo  -que además se entremezclaba con los paneles grises- lo perdía de vista tan pronto como creía divisarlo. Sin embargo, ni por un momento me sentí rechazada por esta renuencia o la invisibilidad del Flaco. Al contrario, llegué a pensar en un ave extraña cuyo camino de emigración ha sido momentáneamente bloqueado.

     Esa mañana había tenido la ocurrencia bizarra de recortar cada pregunta por separado, doblar el papelito, y meterlas a todas en una caja. La única que había encontrado era un costurero de junco.
     Durante un rato estuvimos hablando del Cielito y del vínculo que, a partir de las grabaciones, se había dado entre el músico y el productor.
     En la primera etapa del estudio, la de la cabaña, Spinetta graba Los niños que escriben en el cielo, Kamikaze y Mondo di Cromo. Después, Gus y Luis se desconectan por un tiempo.
     Spinetta quería armar su propio estudio. El primer antecedente de La Diosa Salvaje fue quizás un estudio muy precario montado en el garaje de una casa en Olivos. Lo llamaban, en broma, Robagarco. Estudios Robagarco. Te robo y te garco. Sólo Luis grabó sus propios trabajos ahí.
     Gus me lo contó riendo. No obstante, en la entrevista, no hice alusión a él. Sí a lo que pasó después y que determinó, de alguna manera, una segunda vuelta de Spinetta a Del Cielito.
     Me acerqué a los acontecimientos aciagos deslizando algo menos que una pregunta.
     -¿Qué estamos intentando recordar?  -se incomodó Luis.
     Me quedé callada o tal vez dije esas palabras que se dicen para no decir nada o para borrar lo que se dijo. Gus no acudió en mi auxilio. A lo mejor él también se preguntaba en qué nos habíamos equivocado, de qué modo habíamos resultado intrusivos.
     Pasaron los años.
     Así se había expresado Gus cuando, días atrás, me había referido los dos momentos en que Spinetta grabó con él. Entre un momento y otro, años.
     Ahora los segundos pasaban con la misma lentitud.
     El silencio se prolongaba. Empezamos a mirarnos todos con cierta penosa perplejidad.
     Fingiendo desenvoltura en el arte de mantener viva una conversación, o de caminar entre sus cenizas, solicité a Gus, con tono resuelto:
     -Alcanzame el costurero.
     Era, a todas luces, una frase fuera de registro. No sé  lo que pensó Luis pero puedo deducir lo que pensó Gus porque inmediatamente después de poner, mirando para otro lado, el costurero en mis manos, preguntó:
     -¿No podemos comer la torta?
     Spinetta dio un salto dinámico y se irguió, servicial, sobre nuestras cabezas.
     No está en el espíritu de Gus desalentar a nadie. Yo seguía con el costurero pegado a las piernas. No me desalentó. Luis volvió con unos platos dúrax gigantes y un vaso acrílico, atiborrado de cucharitas. Gus observó la torta, el vaso, los platos, de nuevo la torta. Luis seguía su mirada, atento y a la vez algo desorientado.
     -Falta un cuchillo  -señaló Gauvry.
     Luis volvió a salir del estudio. Una luz roja titiló sobre el piano. Me levanté. Tomé el grabador digital que habíamos dejado ahí. En la mini pantalla se leía Full.
     Me doy vuelta y, consternada, se lo muestro a Gus:
     -¡No estaba grabando!
     Impertérrito, Gustavo confirma:
     -Es cierto, no estaba grabando. En algún momento lo pusimos en high quality, que ocupa más memoria. Por eso se agotó tan pronto. ¿Qué tenés acá? ¿No podemos borrar todos los archivos anteriores?
     -¡No!  -salto-. ¡Ahí tenemos la entrevista de David!
     -¿Y todavía no la desgrabaste?
     Niego con la cabeza.
     -Sólo hasta el minuto cincuenta y dos.
     -¿Y es muy importante lo que queda?  -insiste Gauvry.
     -¡Súper!  -defiendo-. Y todavía no llegué a la parte en que cuenta la anécdota de Ginette Reynal, que tanto nos hizo reír.
     -Ah, pero esa te la cuento yo.
     -No sería lo mismo, Gus: vos viste la forma que tiene David para contar.
     Spinetta entró con el cuchillo y una palita. Al ver nuestra agitación en torno del grabador, dijo:
     -¿Algún problema? 
     Gauvry, impasible, seguía apretando teclas.
     Expliqué a Luis la situación.
     -Un bajón  -cerré.
     -Si quieren yo les puedo prestar uno, no es tan moderno como ése pero... a ver, esperen.
     Salió. Dos minutos después volvió con un grabador. Apretó la tecla de eject. Saltó un casete. Curvó los labios.
     -¡Ojo!  -lo previne-. No vaya a ser que te borremos una canción.
     Luis sonrió pero metió de nuevo la cinta y puso play. Oímos una musiquita. Asomado a la puerta del estudio, llamó a la Vieja.
     -Necesitamos un casete.
     El asistente dijo que en el kiosco seguro tenían.
     Minutos después apareció con un TDK. Entretanto, Gus declaró que el problema estaba resuelto.
   
     Al día siguiente, en viaje al show del Indio Solari, comprobé que, efectivamente, la entrevista a David se había borrado.
     Experimenté una furia infinita. Procuré no descargarla sobre Gus.     

     Cuchillo en mano, puse en cortar la torta todo el esmero que no me había servido con las preguntas. No hubo caso: las porciones de torta de frutilla nadaban como peces fucsias en un mar de caramelo vidriado. Empecé a comer como si el fracaso de un diálogo intencionado fuera la cosa más natural del mundo. A medida que mordía la gelatina afrutillada regresaba a la materialidad del mundo y me sentía a salvo de las elucubraciones aéreas y los kamikaze de Spinetta.
     Volví a la carga. Me pareció entrever en los ojos de Gus cierta advertencia que desatendí. Los bonetes descansaban uno dentro de otro en la bolsa de nylon. Supe que no me atrevería a sacarlos ni a proponer la canción del cumpleaños feliz. Los tenedores se hendían de perfil sobre la gelatina, atravesaban la masa, cada muesca descendía hasta producir un ruido metálico en el fondo del plato. Luis y Gustavo cernían módicos comentarios entre las cuerdas tensas del ruido y después se quedaban quietos y calmos, como bellas estampas contra las paredes de esponja, persiguiendo en el plato las frutillas esquivas. Enseguida volvían los sobreentendidos, leves sacudidas de hombros provocadas por la risa, la mención de nombres y situaciones que cercaban con las espaldas algo dobladas sobre las últimas migas, como quien protege un antiguo secreto.
     Dejé el plato y agité el costurero en el aire.
     -Ahora...  -dije dirigiendo mi maraca hacia Luis- vas a sacar de acá una pregunta.
     Spinetta miró a Gus. Me miró. Con un leve encogimiento de hombros tomó un papelito.
     -Esto parece “Domingos para la Juventud”  -dijo riendo.
     Le pedí que me lo diera. Abrí el papel.
     La pregunta hacía referencia a un libro publicado en la época de Almendra.
     Luis se quedó mudo.
     -¿Puedo sacar otra?  -preguntó al fin.
     Me apresuré a ser amable. Dije que sí, claro.      Gauvry se revolvió en su asiento.
     -¿Pero de dónde sacaste eso?  -me preguntó sin disimular su fastidio-: ¿de Internet?
     Él solo, podía permitirse recelar de los torpes procedimientos, pero cuando comprobó que Gus también lo hacía, vino en mi rescate: empezó a hablar. Incluso  aseguró que me conseguiría el libro, que no se ponía a buscarlo ahora porque su biblioteca era un lío, pero que me prometía conseguirlo.
     Me zampé un resto de torta. Así se comen las tortas, pensé: sintiéndose uno feliz. Yo tenía motivos: Spinetta abría ventanas en el muro que él mismo había erigido ante mis métodos.
     Sacó del costurero la segunda y última pregunta. Se trataba, otra vez, de algo relacionado con Almendra. En lugar de contestar se puso a hablar de su nuevo disco. Concluí que no le gustaba hablar de su pasado. Se lo dije. Nuevos ladrillos salieron disparados de la pared. Su cara se abría con una sonrisa distendida, aliviada.
     -Aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor. Mañana es mejor -recitó-: un viejo tema de Pescado.
     Y, a excepción de lo atinente a su relación con Gus y Del Cielito, ese fragmento mínimo de Cantata de Puentes Amarillos, fue todo lo que Spinetta me dio de su pasado.
       La tarde avanzaba. Llamaron a Luis. Volvimos a quedar solos en el estudio. Gus señaló la consola.
     -¿Sabés lo que vale esto? 
     Tiré una cifra cualquiera, equivocada. Al rato entró el Flaco. Gus seguía estudiando la consola.
      -Con lo que me pagaron los de Universal por cinco discos, me compré esto: todo un lujo. Además  -agregó como si se excusara- tengo dos hijos músicos.
     Volvimos a la cocina con los platos sucios y la bandeja de cartón desbalanceada por el trozo de torta sobrante. La luz, ahora, lanzaba destellos súbitos aquí y allá, pero en general parecía amortiguada.
     Había llegado el momento de despedirse.
     Luis me dijo que si necesitaba saber algo más podíamos ir a ballotage, incluso con las preguntas de “Domingos para la Juventud”.
     -Llamame cuando quieras.
     Tenía una mano sobre mi hombro y me empujó muy levemente hacia atrás, buscándome la cara, la mirada.
     Lo miré. Él hizo un gesto de asentimiento. Se había asegurado de que yo tomara en serio sus palabras.
     Caminamos hasta la puerta. Luis y Gus se prometen nuevos, prontos encuentros. La puerta se abre. Tengo un pie en la vereda. Me doy vuelta para saludarlo. Él extiende hacia mí dos brazos largos, generosos. Un segundo después, me ha guardado entre ellos. Ese abrazo es como la torta de frutillas que me ayudó a bajar de su mundo inasible. Pero la torta era una intermediaria. Ahora es el Flaco mismo el que me disuade de su invisibilidad, el que se disculpa por haberse escapado. Spinetta me abraza y ya no vacilan las preguntas. Podría hacerle miles. Pero él retiene mi silencio en su círculo y me asegura, sin palabras, que entendí todo lo que me dijo aunque no se lo pueda explicar a nadie, que el mundo en el que vive, existe y puedo tocarlo, que las almas repudian todo encierro las cruces dejaron de llover.

     Terminamos de salir a la vereda y empezamos a alejarnos. Cuatro, cinco, seis metros. Giro con el súbito temor de ya no verlo. Pero Spinetta sigue ahí. Agita las manos en un saludo frenético y después, quizás en respuesta a mi felicidad de ese instante, me sopla un beso a través del aire.



Gauvry en la casa de Spinetta en 2008.
(Foto Floki Gauvry)

No hay comentarios:

Publicar un comentario