viernes, 28 de agosto de 2015

27.Ratoneándome

Ratoneándome


-Llamalo y arreglá vos directamente  -me dice Gus y me pasa su teléfono.      
     Ni asistentes, ni secretarias, ni mánagers. Llamo y atiende Juanse.
     -¿Cuándo te parece que nos podemos juntar?  -pregunto no sin cierto comedimiento.
     -Mirá, no te digo que te vengas ahora porque justo estoy por salir pero tratándose de Gus y el Cielito… en cualquier momento. Mañana si querés.
     -Quiero.
     La absoluta disponibilidad del hombre de Devoto no era una pose, no era una mentira, tampoco era una verdad: era un deseo.
     Lo siguiente, entonces, fue la dilación. A mi “quiero” siguió un “llamame mañana”. Eso hice. La respuesta a ese llamado fue: “hoy no”. Esta modalidad se repitió durante dos o tres semanas. Yo lo llamaba a su casa, al celular, otra vez a su casa. Él insistía con vehemencia: “llamame, llamame”. Yo nunca me había sentido tan feliz con alguien capaz de decirme que no tantas veces seguidas. 
     Un día, finalmente, toco el portero de la dirección que me dio. En el palier descubro un espejo. Me acomodo el cuello de la camisa y el pelo. Varios escalones más abajo, el viento desparrama hojas por la vereda y una anciana,  en un gesto tan inútil como el mío, da pasitos cortos y rígidos más atenta a los cabellos que quieren huir de su cabeza que a las anfractuosidades de las baldosas. Cuando vuelvo a mirar hacia el hall, veo venir, a través del vidrio, una mujer joven y rubia.
     -Hola  -me dice después de abrir la puerta-. Soy la mujer de Juanse.
     Julieta es suave y delicada. En el ascensor comenta lo  ocupado que está Juanse. El tono es menos de queja que de preocupación. Le pregunto cuántos chicos tienen. Dos, me dice con la voz y con los dedos de una mano. Y sin que yo se lo pida me dice también los nombres y las edades. Entramos por la puerta de servicio porque tienen un problema con la cerradura de la entrada principal. En la cocina, una señora circunspecta que prepara mate, se apresura a sacudir sus manos y secarlas en su falda o delantal. Sobre la cabeza parece llevar un gran gorro hecho con inverosímiles copos de nieve. La nieve no cae pero más abajo, como si procediera de allí, una sonrisa quieta, silente y moderada, se instaura en el rostro de la señora.
     -Ella es mi suegra  -presenta Julieta.
     La señora realmente se parece al chico que inventó la patria stone. La saludo y paso al comedor donde,  somnoliento y con el pelo revuelto, encuentro a Juanse esperándome. Señalo mi reloj pulsera, me disculpo. Habíamos hablado por teléfono tantas veces quedando para el día siguiente y hubo para esa cita hipotética y reiterada tanta cancelación, que cuando finalmente el día llegó, yo esperaba que me dijera “hoy no” y él esperaba que llegara a las dos.
     Lo llamó a Gus y Gus, azorado, me llamó a mí: “¿Qué pasó, Cande? Juanse te está esperando”. Marqué su número y con el tono afable y práctico de quien se encuentra a la vuelta, le dije: “Voy para allá”. Estaba en la otra punta de la ciudad. Llamé a un remís.
     -¿Qué tomás? 
     -Un café  -respondo.
     -Sentate donde quieras, acá hay un sillón  -su brazo se extiende en dirección al living y enseguida todo él desaparece.
     Observo la gran mesa de comedor y a la derecha, ingresando en el otro ambiente, un sofá de cuerina blanca de dos cuerpos, profundo, uno de esos en los que te sentás y te hundís a tal punto que para salir de un modo más o menos elegante necesitás ir corriéndote con disimulo hasta el borde. Pero el problema, cotejo, no es sólo el sillón o sofá. El problema es que las sillas y los butacones que completan el living están ocupados por guitarras. Un montón de guitarras duplicadas, al igual que las sillas, en el espejo que tapiza la pared del fondo. Pienso: “No nos va a quedar otra que sentarnos en el sillón de cuerina”.
    Unos días atrás, quizá como resultado de mi reciente separación, o de la pícara provocación de la vida que, como se dice, tras cartón me presentaba tantos personajes atrayentes, o de mi impensada respuesta a aquella pregunta de Gus (“¿Y vos qué harías?”. “Buscarme un novio rockero”) o de la diaria o casi diaria interacción telefónica con Juanse, o de todo eso junto, unos días atrás, decía, había soñado con Juanse. En el sueño, él me estampaba un beso.
    “Nos vamos a sentar”, sigo pensando ahora, en su casa, “y vamos a quedar sepultados en este sofá, uno junto al otro. Nuestras piernas van a rozarse. El grabadorcito digital se va a deslizar hacia mí, el otro ni siquiera se va a sostener parado, arriba de toda esta blandura blanca”. Miro alrededor en busca de una mesa ratona. Ninguna mesa. “Además”, continúo en mi soliloquio, “está el tema de las hojas, si eventualmente tengo que sacarlas, tal vez también se me deslicen, tapen el micrófono de los grabadores, se caigan al suelo. Y después ahí, los dos recogiendo por el piso, cabeza contra cabeza”.
     A todas las entrevistas había llevado, impresas, una serie de preguntas. El trabajo de formularlas por escrito me obligaba a recorrer la biografía de los entrevistados y a recordar los hitos de sus carreras. Nunca tuve que apelar a ellas pero saber que las guardaba en el bolso me hacía sentir más segura. Uno nunca sabe, me decía, a dónde lo pueden llevar las pleamares y bajamares del diálogo: a qué selva tropical, a qué isla desierta.
     Me imagino siendo tragada por la ciénaga de cuerina blanca. “Alcanzame esa hoja”, le imploro a Juanse con un brazo saliendo del miasma vaporoso, “alcanzame esa hoja que está adentro del cuaderno azul, no sé qué corno preguntarte”. Y Juanse, también hundiéndose: “No llego, las hojas se fueron para tu lado, pero por qué no improvisás, por qué no te soltás un poco, esto es rock, nena, sólo un poco de rock & roll”.
     Es demasiado riesgoso. Cuando vuelve con el café me encuentra finamente sentada a la mesa del comedor.
     -¿Te parece bien que nos quedemos acá?
     -Donde vos quieras.
     Me había salvado de la ciénaga.
     Dos horas después saludo de nuevo a toda la familia. La hija acaba de llegar del colegio o de baile. La mamá de Juanse me agradece, no sé por qué, pero me agradece. No sé qué decirle. Probablemente le digo o pienso que la agradecida soy yo. Todos resultaron tan sencillos y amables. Me siento como cuando voy a la casa de mi abuela. Suele haber bastante gente siempre en lo de mi abuela. Y cuando te vas todos salen a la puerta y dicen adiós con la mano como si te marcharas al fin del mundo. Acá fue un poco así también, el panel femenino de Juanse a pleno, diciéndome adiós y gracias y suerte con el libro.
    Juanse baja conmigo para abrirme. En el ascensor, me alienta para que escriba una historia “bien gorda” y me ofrece fotos. “Espero que todo lo que hablamos te sirva de algo”.
     Salgo a la calle. Me acompaña, apenas rezagado. Bajamos los escalones de la entrada. En la vereda el viento es fuerte, hace que nuestras cabelleras nos dejen atrás. Me doy vuelta para saludarlo. Los brazos con que nos acercamos crean un hueco que no es como la desolación del invierno. En ese hueco cálido me río. Juanse quiere conocer el motivo. “¿Qué pasa?”, pregunta. Muevo la cabeza y no le digo que es él, que él está pasando o me pasa.



Juanse. Luna Park 2011




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