domingo, 20 de septiembre de 2015

50. O vas a misa o vas a mi salamín

O vas a misa o vas a mi salamín


-En algún lugar leí una declaración tuya que me resultó inquietante y atractiva a la vez. Decías que para vos si hay una institución que sostiene el fracaso de la sociedad es la familia. ¿Por qué pensás eso?
     -Es lo que pienso. La familia es una institución que nace con la era cristiana, más precisamente en el siglo III. Pero se desarrolla en el siglo XIX, con la revolución industrial y el capitalismo. Cuando se libera al hombre, cuando se libera al esclavo, el esclavo decide no trabajar más. ¿Y cómo hacemos ahora, sin que nadie trabaje? Inventemos la familia. ¿Qué significa esto? Que una mujer tome a un hombre para que le dé hijos, y lo haga trabajar.
     No puedo evitar la carcajada.
     -Mirá cómo lo pusiste, ¿no?: no que un hombre toma a una mujer sino que una mujer toma a un hombre y lo pone a trabajar y a hacer hijos. Da la sensación de que la mujer restituye al hombre al lugar de esclavo del que, históricamente, había logrado liberarse.
     -El núcleo de la familia es la mujer: es la que sostiene a la familia, la que sostiene a los hijos, la que sostiene la casa. Y el hombre tiene que salir a trabajar. El hombre es libre hasta que forma una familia.
     -También se escucha lo opuesto  -le digo a Cordera-: las mujeres se sienten sometidas y relegadas muchas veces a su rol de madres y de amas de casa.
     -El sometimiento es de ambas partes  -acuerda Cordera-. Lo que pasa es que para el hombre es muy difícil zafar del rol de proveedor, zafar de trabajar. No bien terminás el colegio tus padres te dicen que algo tenés que hacer: si no trabajás tenés que estudiar, si no estudiás tenés que trabajar. Y a mi criterio, tal como está concebida, la familia es el epicentro de las desgracias de la mayor parte de la humanidad. Ojo: amo a mis hijos y amo a mi mujer en tanto seres humanos; pero detesto la institución que me hizo caer en una trampa semejante porque ahora, lógicamente tengo que ser padre, tengo que trabajar, tengo que volver a mi casa temprano, tengo que levantarme temprano para llevar a mis hijos a la escuela, tengo que poner límites.
     -¿Todo el tiempo peleás entonces con estas obligaciones familiares?
     -Por supuesto que sí: me gustaría ser un niño toda la vida.
     -Y estas obligaciones te impiden seguir siendo ese niño.
     -No solamente a mí sino a todas las personas que forman parte de una familia.
     -¿También a tus niños?
     -Y, lógicamente, porque a ellos los estamos preparando para que funcionen como nosotros.
     -¿Te imaginás algún otro tipo de organización social? ¿Una comunidad, tal vez?
     -Sí, una comunidad. Otra de las cosas que me imagino es descentralizar las grandes ciudades para que los seres humanos puedan vivir más en contacto con la naturaleza. Porque también, cuando formamos parte de lo que se llama familia, aparece la necesidad de agruparse en bloques, en monoblocks, en especies de ratoneras o palomeras, gigantes edificios, grandes estructuras edilicias porque la gente necesita estar cerca de sus trabajos. Entonces, lógicamente, de esta manera se van destruyendo los recursos naturales y se van produciendo como metástasis cancerígenas: el tema de la contaminación en las grandes ciudades. Las grandes ciudades son una especie de licuadora de infelices a quienes estamos viendo todos los días. Y pocas personas son conscientes de eso: eso es lo peor.
     -¿Se sufre al ser consciente?
     -Sí, ser consciente es un sufrimiento. Al principio, porque después, de alguna manera, te hace tomar distancia y hay alguna posibilidad de que las cosas cambien. La conciencia es el primer paso para que se produzca un verdadero cambio.
     -Estar despiertos.
     -Despiertos, con los ojos abiertos, con el corazón abierto. Pero las instituciones tienen una finalidad, fueron inventadas por la culpa. Y la culpa es un invento del cristianismo: todos tenemos que agradar a Cristo crucificado.
     -Todo lo que es disfrutable es un pecado: un pecado mortal  -refrendo.
     -Un pecado mortal. Y eso está instalado en nuestras células ya. Por eso es abominable toda la cultura judeo-cristiana de la que formo parte. Es el epicentro de todas las enfermedades mentales, de toda la desdicha con la que vivimos los seres humanos en las grandes ciudades.
     -Y para vos una salida posible a esa desdicha ha sido la música.
     -La toma de conciencia.
     -En primer lugar.
     -La toma de conciencia. Observemos a los sacerdotes, observemos a nuestros políticos, observemos a nuestros maestros de escuela, observemos a los policías,  a todos los que mantienen estas instituciones vigentes.
     -Estás aludiendo a todos aquellos personajes que representan a las instituciones que, al menos desde cierto punto de vista, parecieran ponerse de espaldas a la vida.
     -De espaldas a la vida y de espaldas a la sensibilidad, al corazón, al afecto, al amor. Fundamentalmente reprimiendo, impidiendo que se desarrolle la energía más divina que tenemos: el sexo. Nosotros podríamos evolucionar espiritualmente sólo utilizando nuestra energía sexual. Buda tuvo tres mil quinientas mujeres. Y es el ser más espiritual que tuvo la Tierra. Tres mil quinientas mujeres.
     -Quizás el sexo esté relacionado con ese momento de disolución de los límites, de los bordes que impone la propia identidad. En ese sentido, creo, puede tener un perfil sagrado.
     -Es meditar el sexo. Es perder la cabeza y, justamente, poder formar parte de todo lo que existe. Dejar el ego a un lado durante los tres segundos de la eyaculación.
     -¿Y qué otra cosa te hace perder la cabeza así, con esa intensidad?
     -Por el momento, el sexo.


Gustavo Cordera y Juan Subirá en la cabaña Del Cielito, 
trabajando sobre las canciones de "Testosterona". 2005

Habíamos quedado en encontrarnos a un par de metros del mangrullo. Después del Baile de la gambeta que contó con la presencia de Maradona, Gus Gauvry se abre paso entre la gente. Avanzamos por un costado, en dirección a los tráilers. Me acompaña hasta el escenario para que vea a Bersuit desde ahí. Hacen un par de temas más y bajan. El público está exaltado y ellos también.
     Me siento en un banco largo, de madera, junto a una concurrida carpa blanca, mientras Gus va a retirar sus cosas del camión de grabación.
     Observo. No tengo otra cosa que hacer. Uno de los integrantes de la banda sale  de la carpa y habla por el celular con su mujer. Hace sólo cinco minutos que bajaron del escenario. Le dice que los están homenajeando con unos canapés pero que sí, que va a llegar a casa a cenar después de la breve conferencia de prensa, que no se preocupe. Son más de las doce de la noche y me da por pensar en Vando. Solía ser mi marido.  De pronto veo todo el espectro, la otra cara de la verdad, mi propia cara pidiendo lo imposible: quedate, amame sólo a mí, para siempre, a mí, nada de canapés ni de agasajos, te estoy esperando con la comida, son más de las doce, ¡¿por qué no estás conmigo?! Y reconociéndome en ese inesperado espejo del backstage, decido quedarme del lado de los muchachos. Porque estoy ahí, sola, y acabo de perder todo reproche, todo despecho. Quisiera pedirle el celular a ese integrante de la banda para decirle a su esposa que no sea una esposa. Yo también fui una, la comprendo. Pero es mejor ser amateur, como dijo el Indio. Una aficionada. Jugar este juego del amor del modo más libre y respetuoso que sea posible y nunca olvidar que es sólo un juego. Aficionarte a alguien por un tiempo indeterminado sabiendo de antemano que el objeto de tu afición ya tiene dueña. ¿Otra mujer? Ni siquiera. Es la vida, la Gran Ella. Tiene a todos nuestros hombres queridos y a todos los que todavía habremos de querer. Pero de vez en cuando la vida quiere hacerse chiquita, quiere jugar también, tener rivales. Y deja, nos deja que amemos a sus hombres.  Pero con una condición: que nunca jamás creamos que nos pertenecen.
     Estoy sentada atrás de los camarines, la sala de prensa, la de catering. Carpas, carpas, carpas. Nunca pensé que sería tan feliz en el circo.
     Gus se acerca con su mochila al hombro y me pregunta si tengo hambre. Nos encaminamos a la salida a través de un campo tapizado de papeles, vasos de plástico abollados, pedazos de hamburguesas y cientos de los condones que a la entrada del festival entregaban los emisarios de la Ciudad.

-Cada vez que nos ponemos los piyamas, algo nos invade  -me dice Cordera y se lleva la mano derecha al corazón- Lo mismo le debe pasar a un jugador de fútbol cuando se pone la camiseta.
     Desde atrás de la barra que separa la cocina de la sala de estar, Carlos Martín añade:
     -Los piyamas son nuestra camiseta. Aparte el escenario no es un lugar más. El escenario es un lugar muy especial, es un lugar sagrado, no podés estar con la misma ropa que usás abajo, pasan otras cosas en un escenario.
     -Un concierto es una celebración  -afirma, taxativo, el Pelado-. Estás celebrando un rito que es mágico y que tiene una vibración, una comunicación muy sutil, anterior inclusive a la palabra.
     -¿Y ustedes qué sienten cuando salen al escenario? 
     -Por un lado es como ir a la guerra, llevás la energía del que sale a combatir. Pura adrenalina  -Carlitos llena una pava con agua y enciende la hornalla.
     -Depende del día también  -dice Cordera, que no se ha movido del sillón.
     -Claro, del estado anímico de cada uno  -el baterista revuelve la yerba del mate, tira un poco y agrega nueva.
     -Y ese estado anímico, ¿depende también de cómo perciben al público en relación con ustedes?
     -La interrelación con el público es constante  -afirma el Pelado-. Pero las expectativas son algo peligroso, porque cuando vos tenés expectativas, lo que estás haciendo, de alguna manera, es interferir con lo que es, con lo que te indica la realidad.
     -Tenés que subir dispuesto a dar, más que a recibir  -Carlitos, sentado en un taburete, apoya los codos en la mesada-. Lo que recibís es una consecuencia de lo que das.
     -Uno cae siempre en la trampa de su propia necesidad y de su propio deseo  -dice Cordera-. Entonces, qué pasa: no estás preparado para recibir lo que la vida te quiere dar y considerás que lo que te está dando la vida no es lo que vos verdaderamente te merecés. Y te ponés mal porque hay menos personas que las que vos esperabas, o porque no cantaron tal canción como vos creías que la iban a cantar. A veces uno se vuelve muy prepotente en su necesidad.
     -Nosotros  -interviene Martín- tuvimos un tiempo en el que poníamos muchas expectativas, al punto de planificar todo y de irnos al carajo. Me acuerdo que un día, en la casa del Pelado, donde ensayábamos en esa época, dijimos: “Bueno, a la música no hay que pedirle más nada, hay que ponerle, hay que darle a la música, no se le puede pedir más nada. Así que vamos a buscar otro sustento porque no le podemos exigir plata a la música, a la música hay que ponerle amor”. Y entonces cambia, el concepto cambia completamente.
     -Cuando caés en esa trampa  -acota Cordera- se pierde el placer. Te ponés tenso, te volvés prepotente y se van bloqueando todos los caminos. Pero cuando la prioridad es disfrutar, cuando no estás pensando en las metas, cuando no estás pensando en llegar sino en difrutar del viaje en sí mismo, las cosas ocurren de una manera mágica y parece que no hubiera techo  -el Pelado guarda silencio por unos breves segundos y reflexiona-: Tal vez lo aprendí en la pileta esto. Yo hago apnea, que es contener el aire e ir abajo del agua. Cuando mi prioridad era llegar a la pared de enfrente, miraba la pared y me generaba angustia; y en general, no llegaba. Cuando no la miraba y me sentía un pez, y jugaba, y dejaba la mente en blanco, llegaba a la pared. Las metas son, justamente, el obstáculo que impide que las alcancemos. Constituyen ese canto de sirena que nos dice, estridente: “Sean los número uno”, “Sean los mejores”, “Sean los primeros”, “Cumplan sus objetivos”, “Sean ambiciosos”. Pero lo que en realidad nos está diciendo este canto de sirena es que nos perdamos de apreciar la existencia, de disfrutar de la vida, de alcanzar el cielo.








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