jueves, 10 de septiembre de 2015

40.David que me faltaste tanto

David que me faltaste tanto


Desde que empecé a escribir este libro, he desechado mis antiguos señaladores. Para marcar el punto donde una lectura se detiene conservo, en cambio, credenciales de libre acceso a festivales de rock, pulseras de plástico para circular por los backstages con la anuencia del personal de seguridad, y entradas que me permitieron, como anoche, compartir el palco de un teatro céntrico con Alejandro Lerner y Silvina Garré.
     Después de asistir a los mega-eventos de los estadios,  escuchar a David en un lugar de dimensiones reducidas e impecable acústica, resultó una experiencia musical fascinante. Desde donde estaba, veía su cara, sus gestos. Pude seguirlo con la mirada cuando caminó entre el público y oír lo que le decía la gente y lo que él respondía. Ser testigo de esa intimidad particular que se da entre un músico y quien lo sigue atentamente a través del viaje de su obra. Poder percibir la mirada del artista no sobre la multitud sino sobre tu persona. Imaginar, como mujer, que te dedica ese tema o darte cuenta de que acaba de dedicarte ese instante, que sus ojos te eligieron brevemente para recrear algo que estuvo en la génesis de una canción de amor. Sentir por un momento vos también sos Ella, que el universo mismo acaba de recordarte. 
      Por correo electrónico, le expliqué a David que el registro de su entrevista había sufrido algunos contratiempos. Si él no tenía inconveniente, yo estaba decidida a volver a repetirla. Podía viajar a Mendoza, inclusive. Si el Cielito tenía una mística, el libro sobre el Cielito tenía que tener, por lo menos, una épica. Una épica de la producción. Me pareció que los percances ofrecían esa oportunidad. Viajaría del este al oeste en busca del testimonio perdido.
     No sin cierta desilusión comprendí, al ver los anuncios de su show en las carteleras viales, que David estaba más cerca de lo que le hubiera gustado a mi sed de aventuras. La sed de aventuras es la consecuencia natural del matrimonio. Y yo me había separado. Uno se casa buscando seguridad y se divorcia para vivir peligrosamente. Es cierto que yo no había elegido la separación, pero eso no me impedía desear ahora la aventura. En lo desconocido latía una promesa todavía incumplida. Decidí llamarlo. Antes releí los cincuenta minutos de entrevista que se habían salvado. Observé que, en realidad, lo que se había rescatado era suficiente. Pero era una picardía no llamarlo. Tantos sueños relacionados con Mendoza, tanta uva de fiesta de la vendimia pisoteada. Gustavo, con su gran criterio para la medida de las cosas, confirmó mi sospecha: “con lo que tenemos nos alcanza” y me extendió una hoja impresa con la anécdota de Ginette.


 Ni siquiera la conoce personalmente, el Ruso. Pero ha quedado prendado de tan sólo mirarla... en las revistas. Tiene, incluso, un poster gigante de ella pegado en la sala de ensayo, al lado de su equipo. David, el enamoradizo David, le compone el tema “Quiero regalarte mi amor”.
     La base ya está grabada. Sólo falta que el Ruso le agregue la voz. Ese día Alberto Ohanián me avisa que quiere darle una sorpresa a David y ha invitado a Ginette Reynal al estudio para que presencie la grabación.
     Cuando David se entera, se pone como loco. En la sala, se dispone a grabar con entusiasmo.
     Le dura poco la exaltación. Ginette llega, sonriente, y en el sillón que está frente a la ventana del control, se acomoda junto al quía que la acompaña.
    “Miraba tus ojos y ya ves/ me estaba derritiendo por vos/ porque hoy, reina/ yo quiero regalarte mi amor”, canta David con patética decepción, frente al vidrio de la ‘pecera’.
   Mientras, la diva y el pretoriano se propinan besitos y arrumacos.

Hice bailar, todavía con cierta vacilación, los dedos sobre el teclado y marqué el número de su celular. Le expliqué, innecesariamente y con un dramatismo también innecesario, que si bien la parte perdida de la entrevista había dejado en mí una profunda huella de ausencia, no volveríamos a tomar de su tiempo: con lo que teníamos estaba bien. David me escuchó atentamente; me dejó hablar. Agregué que,  no obstante,  necesitaba reponer de alguna manera el tesoro de la entrevista perdida. “Me gustaría ir a verte al teatro”, concluí. “Tal vez ahí encuentre lo que, de otro modo, me faltará para siempre”. El melodrama había hallado en mi voz, su casa. “Te dejo una entrada a tu nombre en la boletería”, prometió  David.
     En la boletería me dijeron que esperara a un costado. Viviana, la mánager, llegó unos minutos después. Varias personas se acercaron a pedirle entradas: periodistas, supuestos invitados y hasta dos viejitas desdentadas que daban la impresión de vivir en la calle. Con amabilidad y sencillez provinciana explicó repetidas veces que tenía una lista de treinta y dos personas y contaba sólo con veintiocho entradas. Le pregunté si había una para mí. Leyó la lista: no, no había. Con un tono expedito pero a la vez como una forma de disculpa, agregó que nunca confiara en los artistas para estos menesteres: eran todos unos colgados, empezando por David. “La próxima vez llamame a mí”, me dijo. Y me dio sus teléfonos. Le pregunté si le molestaba que me quedara junto a ella hasta último momento, por si fallaba algún invitado. “Tienen que fallar ocho”, me aclaró. “Pero quedate”. Y me quedé nomás, sin entender del todo las cuentas de la mánager y asumiendo que sí, que un cocodrilo se me había trepado al bolsillo. Esa misma tarde había reservado un departamento y necesitaba todo el dinero que tenía, y el que no tenía también, para mudarme. El horizonte de la aventura anhelada se abalanzaba contra mí en forma de números: el mes de anticipo, el mes de depósito, el mes de alquiler. El alma de David entendería mi falta de arrojo a la hora de hacer los trámites pertinentes para entrar al teatro como el resto de los mortales. En la parte perdida de la entrevista, nos confesó que una vez, en Mendoza, le habían cortado la luz por falta de pago. Recordé la frase de Spinetta, el día que fuimos a verlo: “helarte es cagarte de frío”.
     Estaba por comenzar el show. Cerca de las diez un hombre se acercó a Viviana y le dijo que la persona que estaba esperando no llegaría. Viviana me miró y tendió hacia mí su brazo, agitando la entrada providencial. Una acomodadora sonriente me precedió. Subimos la escalera y me llevó hasta uno de los palcos. En el palco vecino, Alejandro Lerner se encasquetó un gorro tejido con los colores del raggae y trató de pasar inadvertido. Minutos después, alta, delgada y con el pelo muy largo y muy rubio, Silvina Garré se inclinaba sobre la baranda como una espiga de trigo mecida por el viento. Convertía el   término de cada tema en un homenaje blanco y etéreo. Se ponía de pie, agitaba los brazos, aplaudía y, al balancearse, los pliegues de su vestido emitían un sinfín de  destellos plateados que acompañaban el ir y venir del abanico amarillo que su blonda cabellera desplegaba en el aire.
     Algunos días más tarde, trabajaba en la entrevista de David cuando suena el celular.
     -Hola  -atiendo.
     -¡Hola!  -me responde una voz de varón, entre sexy y divertida-. ¿Quién sos?
     Gus me había transferido una línea que no usaba y era habitual que llamaran preguntando por él. Yo fantaseaba con un día cualquiera, atender al Indio.
     Dije mi nombre al desconocido y a su vez le pregunté:
     -¿Y vos?
     -¡Hola, Candelaria! Yo soy David.
     Unos latidos se desbocaron en mi pecho. El Indio podía esperar.
     -¡¡¡David!!! ¡No lo puedo creer! ¿Cómo estás?
     -Muy bien. ¿Cómo va lo del libro?
     -No me vas a creer: justo estaba trabajando en tu parte.
     -No viniste a saludarme, el otro día  -dijo con tono de reproche.
     -Ahora que lo mencionás, no sabés cuánto lamento no haberme animado. Ni se me cruzó por la cabeza que pudieras estar esperándome en el camarín. De hecho, cuando vi que al terminar el show, Lerner, Silvina Garré y Luis Salinas se encaminaban para ese lado, me convencí de que no, no correspondía seguramente.
     -Qué lástima. Yo pensé que ibas a venir.
     Creo que de haberlo tenido enfrente diciéndome esas cosas, me hubiera arrojado a sus brazos. Me preguntó por Gustavo, le di su número, hablamos un par de minutos más y cortamos.
     Me di cuenta de que había estado casada demasiado tiempo. Había esperado a Vando  -se llamaba Vando-  todos los días que duró nuestro matrimonio. Él no vino muchas veces. Incluso tomó por costumbre sorprenderme de esta forma: no viniendo. Nunca se me ocurrió que podía cruzar a la vereda de enfrente. Que del otro lado de la decepción, alguien te espera, alguien quiere que estés, alguien te quiere.
    
Si te hace falta quien te trate con amor
Si no tenés a quien brindar tu corazón
Si todo vuelve cuando más lo precisás
Nos veremos otra vez.

David me dio la mano y cruzó conmigo esa avenida. Entonces dejé de lamentar la parte perdida de la entrevista. No me pudo devolver aquellos momentos porque no hay rewind en el reloj del tiempo. Pero me escuchó y me esperó. Lentamente, mientras cruzábamos, fui recobrando las palabras perdidas. Y no eran las que él me había dicho: eran las mías. Eran mis propias anécdotas las que se habían borrado, mi propia vida.
     Llegamos al otro lado. David me soltó. Cuando giré para agradecerle ya no estaba. Estiré un par de brazos perplejos en el aire. Los brazos nadaron un momento buscándolo y después se dejaron caer sin decepción. Entonces llevé las manos a los bolsillos en el gesto de quien no sabe muy bien qué hacer con ellas. En el  derecho detecté un objeto irregular. Intrigada, lo saqué. Abrí la palma: resplandeció un diamante. Automáticamente levanté la cabeza. Los colectivos y los autos seguían pasando raudos, vocingleros, espasmódicos, ocupando todos los carriles de la ancha tira de asfalto. Escudriñé, obstinada, la vereda de enfrente. Los toldos, las marquesinas y los carteles publicitarios iban de edificio en edificio como una larga guirnalda de estilos cambiantes. Vi gente que cruzaba por cualquier lado, gente encorvada sobre la programación de un cine, gente ensimismada, gente apurada. Vi todo tipo de gente. Pero no vi David.


     Bajé la vista. Abrí de nuevo la mano. David no estaba en ese adiós subrepticio y mudo. Estaba, y estaría siempre, en lo que me había dejado.


Lebón en Del Cielito, 1999
(Foto Gustavo Gauvry)

1 comentario:

  1. Buscando algo que confirmara mi sospecha de que el tema “Quiero regalarte mi amor” de David Lebón era dedicado a Ginette Reynal, me encontré con éste tu artículo. Realmente me encantó leerte!

    ResponderEliminar