viernes, 4 de septiembre de 2015

34.El Indio Solari

El Indio Solari


Al desgrabar la entrevista tengo la sensación de que es más duro, más terminante, cuando sólo lo escucho. Pero personalmente no, al contrario, uno no siente para nada que su pensamiento cae taxativo o amenazante sobre quien uno es. Más bien se tiene la impresión de estar frente a una rara avis que intenta protegerse de la fragorosa y desesperada normalidad del mundo. Es cierto que sus palabras y su manera de expresarse son agudas y mordaces. Pero su presencia redondea el discurso, lo suaviza, lo pone en un lugar distinto a todo lo que pueda ser hard. He visto en él (y que me perdonen los rockeros si la comparación resulta un tanto naif) un aura similar al de la rosa del Principito: sólo cuatro “putas” espinas para protegerse de la brutalidad o de la vulgar conciencia imperante. Y a mí me dio cierto pudor entrar en su ámbito. Me pareció que era mejor no intentarlo. Quedarme junto al pájaro arisco y tan sólo observar la elegancia con que sus alas se ciñen del cielo inaccesible. Él me dejó verlo en sus gestos cotidianos: sentarse, limpiar los lentes empañados, comer, compartir una sobremesa abundante y larga como la tarde. No es poca cosa asistir al revés de la trama y contemplar los nudos, el esfuerzo interior que precede a cada figura al fin lograda. Por momentos hubiera querido dar el manotazo, hacer mío ese pájaro extraño, contenerlo detrás de las rejas de mis propias ideas. Me contuve.


     No se puede domesticar el fuego.


Indio Solari en Los Angeles, durante el mastering de
"Lobo suelto, cordero atado) 1993
(Foto Gustavo Gauvry)

El día de la entrevista Gustavo pasó a buscarme a las nueve y media de la mañana. Le hice una seña desde la ventana indicándole que bajaba enseguida. Afuera lloviznaba. Cuando me disponía a cruzar la calle, un auto que venía a una velocidad incomprensible, levantó toda el agua que discurría junto al cordón. No tuve tiempo de alejarme de la ola verdinegra que se me vino encima. Tenía las manos cargadas. Con una sostenía el paraguas. Increpé al conductor agitándolo bajo los fresnos. Nadie esperaba esa lluvia. La tarde anterior había sido celeste y plácida.
     Ya sentada en el auto observé el estropicio de la camisa blanca, toda salpicada de barro. Gus me preguntó si quería bajar y cambiarme. Le dije que no, estábamos retrasados. Pero había algo más, algo que en ese momento callé, por intransferible: estaba bien que algunas cosas salieran mal, que pequeñas catástrofes preanunciaran que el encuentro con el Indio finalmente se produciría. Incluso llegué a leer esos desajustes como el natural prolegómeno del desajuste mayor que implicaba que, en ese mismo momento, mientras el cielo bucólico quedaba obturado por gruesos nubarrones grises y un desaprensivo automovilista llenaba mi camisa de barro, el Indio Solari se estuviera preparando para salir de su búnker. 
     Cuando llegamos al estudio, Marta, que le pasaba un trapo de piso al hall de entrada con esmerada dedicación, vino a mi encuentro. Tenía puesto un delantal rojo con pechera y sonreía. Sostuve los faldones de mi camisa manchada y señalé las manchas. Marta se mordió los labios, puso una mano sobre su mejilla y movió la cabeza de un lado a otro. Luego se fue. Cinco minutos después, a treinta metros de distancia y asomada por la puerta del lavadero, la vi blandir y agitar no sin cierta dificultad,  una palangana gigante de color turquesa. Caminé hacia ahí. “Poné acá”, me dijo. La miré con los ojos muy abiertos, para que entendiera. “No te preocupes. Encontré una remera para vos”. Me la dio. Era una musculosa minúscula, negra, con una estampa de una chica plateada y la palabra “queenie”. No había terminado de embutírmela que ya Marta hundía la camisa en el agua. “Está saliendo el sol”, dijo. “Si no se arrepiente, en una hora la tenés seca”. “¿Me queda bien?”, le pregunté mostrándole la remera. Pensaba en el Indio. “Si te soy sincera, ¿no te vas a ofender?”. Pensé que iba a decirme que me la saque, que me ajustaba mucho. Dijo: “Te queda mejor que tu camisa”. Y volvió al jabón y las manchas de barro. Mora y Gua Gua, las perras del Pelado Cordera entraron en el lavadero. Recibí sus lambetazos y la tosca caricia de sus patas con aprensión. Afortunadamente mis pantalones eran de color petróleo. Llamaron a Marta. Terminé el lavado. El tendedero era un alambre  enrevesado como una parra. Puse la camisa sobre una toalla que encontré ahí, para evitar que pudiera mancharse de óxido.
     Así de elemental fue mi preparación para recibir al Indio y lo curioso es que me sentí, respecto de la inminente entrevista, definitivamente bien. Gus se acercó para informarme que la haríamos en el estudio de abajo, que es el más grande.
     Detrás de la puerta había un escalón insidioso que por poco me arroja de bruces contra la pared. Un rato después, el Indio caía, literalmente, en la trampa del pérfido escalón. Me gustaría decir que lo frené con mi cuerpo porque cuando se abrió la puerta yo me paré para recibirlo. Él tropezó y el beso del saludo fue a parar un poco más allá de mi cara. Sostenía algo. Hubo un tintineo a la altura de nuestras manos. Miré para abajo. Vi una bolsa de cartón. Ayudé a sostenerla. Todo parecía caer.
     -¿Qué trajiste?  -le preguntó Gus.
     -¿No me dijiste que después de la entrevista iba a haber un asado?
     A veces un gesto lo dice todo acerca de una persona. El Indio. ¡El Indio! El que acababa de llegar, sin embargo, no era el personaje: era un amigo. Y traía unos vinos para el asado.
     Como si respondiera a un guión de telenovela, en ese momento Marta asomó la cabeza y preguntó si necesitábamos algo. Le dimos las generosas botellas.     
     El Indio se sentó en el largo sillón negro, bajo la pared recubierta de difusores. Empezó a hablar antes de que pulsara la tecla de play y fue como si retomáramos una conversación interrumpida la noche anterior, como si viniéramos andando y hablando desde siempre. En algún lugar había leído que era muy buen anfitrión. También es un invitado encantador. En ningún momento me hizo sentir que estaba sentada frente a una estrella del rock & roll vernáculo. Al contrario, vi en él una voluntad de brindarse y de compartir que me conmovió. El ídolo había salido de su aislamiento habitual. Me pareció que quería jugar por el lado de afuera de su juego unipersonal, tantear si con otros era posible no estar solo o ser comprendido. Hubo un momento, más de uno quizás, en que se derramó.
     Empezamos la entrevista a eso de las diez y media, once de la mañana. Tres horas más tarde, Marta nos llamó a comer. Éramos varios en la mesa: Cristian Merchot, el mánager de Bersuit, Pablo Montero, el road mánager, Edu Pereyra, el técnico de sonido de la banda, Martín Mariño, uno de los asistentes del estudio, Pablo Celano, cuyas múltiples e indefinibles funciones me inhabilitan para describir su trabajo, y Gisela Barandarián, la secretaria. Emiliano Cassina, el abogado, fue el único que se atrevió a pedirle al Indio una foto.
     Al compartir la mesa con todos ellos me sentí parte de una gran familia donde no había madres, ni padres, ni hijos, ni esposos, es decir, el tipo de familia en la que uno puede ser exactamente quien es.
     Miento: había una madre. De pronto girabas la cabeza para hablar con quien tenías al lado y te topabas con el brazo suculento de Marta que repartía el asado de tira y el lechón. Más de uno le propuso matrimonio. Comprendí que también era una familia incestuosa.
     Pero lo mejor, sin lugar a dudas, fue el postre: un tiramisú formidable que preparó la hija (verdadera) de Marta. Para usar una muletilla del Indio: “tengo para mí” que toda la comida fue creada para que haya un postre. Gustavo Gauvry ha tenido que escuchar esta afirmación como preámbulo o justificación, cada vez que compartimos un almuerzo y yo volvía a llamar a la camarera. A medida que avanzaba el proyecto, sin embargo, fui abandonando las preocupaciones protocolares referidas a si correspondía mandarse una mousse de chocolate en medio del trabajo. Gauvry no juzga: deja que hagas, que explores, que investigues. Y que te zampes una mousse si en eso encontrás inspiración o sosiego. Nunca habla de más pero tampoco deja de decir lo necesario y sabe cómo convertirse en esa presencia silenciosa y atenta que satisface las necesidades que cada momento trae. Entiendo que muchos artistas hayan encontrado en él amparo y estímulo. Si Marta es la madre por antonomasia, Gustavo es el padre: él trae la ley, el orden, el límite, la organización, pero no para constreñirte sino para que tu libertad se ordene en favor de tu arte.    
     El Indio, en cambio, rige su vida por el principio del placer. Lo confesó en la sobremesa, mientras tomábamos café. Habíamos quedado de nuevo solos, Gustavo, él y yo. Lo dijo e inmediatamente se retrajo, temeroso de no ser comprendido. Lo mismo le pasó cuando se refirió al potencial que tienen las drogas para ampliar el espectro de la conciencia. Quizás temió que tradujera su pensamiento en los términos de una apología generalizada de la droga. Recordó, con tristeza, a sus amigos muertos, y volvió a referirse a lo delicado del tema. Como todo lo que hablamos en la mesa y después, queda al margen, obviamente, de la entrevista oficial (de hecho durante su transcurso el Indio se refirió al almuerzo como a una oportunidad para hablar de “bueyes perdidos” y distenderse) quiero preservar, hasta cierto punto, lo que puede constituir la intimidad de alguien que tiene una faceta muy pública. Pero no puedo llevar mi cautela y mi ética hasta el punto de silenciar un momento de profunda belleza. Antes, junto a la consola del estudio, le había preguntado cuál era el tesoro de los inocentes. El Indio opinó que eso estaba dicho en el tema que da nombre al álbum y que además, las letras no podían explicarse. No obstante, de un modo elíptico y sin proponérselo, respondería algo más.
     Estábamos sentados en el quincho junto a una bodega con forma de guitarra cargada de botellas vacías. Hablábamos, finalmente, de bueyes perdidos. Hay una vida vivible, parecía decirme el Indio, o me dijo. La luz de la tarde era lechosa y cada vez más tibia. Hay una vida vivible, pero es incomunicable. No puedo encomillar la afirmación precedente porque lo más probable es que no pertenezca a nadie. ¿Lo dijo él? ¿Es lo que yo entendí de lo que él dijo? ¿Es el resultado de lo que, por el contrario, no entendí? Tal vez no importa. A veces la conciencia tiene sus intersecciones y no es una. Es participativa.
     Desvié la mirada hacia los papiros, que se movían detrás del vidrio compartimentado. Cuando volví, encontré ese tesoro. El precario equilibrio había virado a un grado tal de tensión interna, que hacía imposible su supervivencia. Hubo cierto temblor en su barbilla y se le desacomodó un poco la forma de la boca cuando pidió perdón por esas lágrimas, tan inopinadas como la lluvia del día. Después, mirando hacia la ventana, se sacó los lentes. Yo me había preguntado cómo serían sus ojos, porque nunca los había visto. Al girar de nuevo su cara hacia mí, observé no un color sino una transparencia o, como ese cuento de Lovecraft (un autor a quien el Indio había mencionado durante la entrevista), “el color que cayó del cielo”. Había ahí un despojo demasiado grande, demasiada luz para que algo tan trivial como una curiosidad de escritora, me dejara varada en ellos por más de un segundo. Miré el mantel de la mesa, las ensaladeras, las tacitas de café. Empecé a arrugar un sobre de edulcorante: lo enrollaba y lo desenrollaba. Por lo general, uno no tiene ojos para ver la belleza. El Indio volvió a disculparse. Después de todo, es un señor tan amable. Pero el tesoro ya estaba expuesto en su absoluta inocencia. Y yo seguía viendo aunque no quisiera y me empeñara en desdoblar el sobrecito de Hileret. “Estas lágrimas son en autodefensa” siguió diciendo el hombre que se había puesto a llorar por la ignorancia del género humano y por la ausencia de sus congéneres. Como si llorar en defensa de algún otro lo tornara todavía más frágil. Después se recompuso, seguimos hablando. Pero la pátina de porcelana que tenía la tarde, se había resquebrajado. El vino se había derramado de las copas, el mantel ahora sangraba. Era tan agradable, no obstante, simplemente estar junto a ese río rojo de la vida que corre.
     Cuando lo llevamos a su casa, no supe cómo decirle adiós. El hombre que se había calificado de “añoso” varias veces en el transcurso de la tarde, saltó del auto con la liviandad de una liebre. Gus declinó su ofrecimiento de pasar a tomar algo pero cuando lo invitó a salir de pesca con Bruno algún día, el Indio esgrimió un montón de sinrazones que de nuevo lo sumergían en las brumas de una orilla lejana, inaccesible a nuestros afanes. Había sido terriblemente nuestro por unas cuantas horas. No podíamos pedir más.
     Me pasé al asiento de adelante y anduvimos un rato en silencio por las calles circulares, arboladas y recónditas del Parque. Se hubiera dicho que nos habíamos perdido pero no: nadie se pierde con Gus.
     Personalmente, en esa hora crepuscular me envolvía  un sentimiento de incomunicable orfandad.



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