jueves, 17 de septiembre de 2015

47. La mirada de Alfredo Rosso

La mirada de Alfredo Rosso


Gustavo Gauvry me encontró en la ciudadela de los trailers y las carpas que se abrían detrás de un mega escenario de festival de rock.
     -Tomá, guardala  -me dijo.
     La tarjeta decía Alfredo Rosso. Journalist.
     La guardé. Poco después me veo intentando cerrar una billetera abultada. No son, lamento al comprobarlo, los billetes los que me impiden cerrarla. Tampoco las tarjetas de crédito. Se trata de tarjetas personales. Mal llamadas personales porque casi todas publicitan alguna actividad o producto. Decido tirarlas. Entre tarjetas de electricistas y venta al por mayor de botas de lluvia, encuentro la de Alfredo Rosso. Como estoy trabajando en el libro del Cielito, es la única que decido no tirar. Salgo. Camino por las calles arboladas, silenciosas, que median entre mi casa y el bar donde quedé en encontrarme con una amiga. Miro la hora. Estoy llegando tarde. Busco en el bolso el celular. No lo encuentro. Recapitulo. Lo debo haber dejado sobre la mesa donde vacié la billetera. Hurgo en el bolso para cerciorarme. Compruebo que salí sin el teléfono y sin los documentos. Pero ya no tengo tiempo de volver. Detrás de mí ruge una moto. Los rugidos se ralentizan. Alguien, pienso, va a preguntarme por la ubicación de una calle. Me doy vuelta. La moto se detiene donde las gruesas raíces de un árbol empujan los adoquines. El hombre de atrás hace un movimiento con el brazo. Mi vista va de su gorra con visera hasta la mano que remata en un arma de cañón largo. El hombre dice algo que no logro entender pero el cañón señala el bolso, después mi cara, otra vez el bolso. Le doy el bolso. El guardia de seguridad de la cuadra, apostado a menos de cien metros, ve algo raro y empieza a acercarse. El hombre de la moto me pega en la cabeza con la culata del revólver. Voy cayendo hacia los adoquines. El breve tiempo de la caída transcurre para mí en cámara lenta. Antes de llegar al suelo pienso que si mi cabeza golpea contra un adoquín y pierdo el conocimiento, sin celular y sin documentos, me habré convertido en un ser anónimo. Los asaltantes, por su parte, después de sacar unos pocos billetes, tirarán la billetera a la calle. Alguien la va a encontrar y observará la única tarjeta, el único nombre: Alfredo Rosso. Probablemente lo llame.
     Al despertar, decido adelantarme.
     -Mañana me voy a Londres  -informa, con amabilidad, el periodista-. ¿Querés que lo hablemos por teléfono o lo dejamos para la vuelta?
     -Creo que lo podríamos hacer por teléfono.
     El periodista empieza a hablar. Habla, como se dice, con propiedad, nada de neologismos ni de los estrambóticos idiolectos de los músicos. Cada palabra significa lo que significa y suena clara, precisa, puntual en su sentido. No se oyen precipitaciones del lenguaje, digresiones,  derivaciones imposibles. En su voz reside la economía del tiempo radial, su necesaria concisión. Sostengo el tubo del teléfono, vertical sobre la mesa y frente a él, el pequeño grabador digital. Mi cabeza se inmiscuye entre los extraños interlocutores.
     -Bueno, Alfredo  -cierro, comedida y banal- te agradezco por haber compartido  tu perspectiva y por tu generosidad al brindarme este tiempo.
     Rosso se despide como un gentleman y el tubo y el grabadorcito, sin la voz que los unía, dan la impresión de perder vitalidad, de opacarse. Acuesto el tubo sobre el aparato y, después de apretar la tecla de stop, también al grabador le doy una posición horizontal.
     Diez minutos que no tienen desperdicio, pienso, y decido dejar todo tal cual, volcarlo en el texto así, en bloque, sin agregar ni quitar nada.
     Abro la laptop dispuesta a pasar la mini pero poderosa entrevista. A su vez, en el grabador digital busco la carpeta correspondiente y pulso play con fervoroso entusiasmo. Lejos, muy lejos, a miles de kilómetros de distancia, ahogadas por bancos de nieblas, anegadas por insidiosas lluvias de sonido ambiental, las palabras precisas de Rosso naufragan en un mar de ruidos.
     Inmediatamente llamo a Gus Gauvry. Con seguridad él cuenta con la tecnología adecuada para solucionar el percance.
     -Sí, no te preocupes  -me tranquiliza-. Acá tenemos algunos filtros  -dice evidentemente desde el estudio.
     A los pocos días me trae un cd.
     -Tal vez puedas sacar algo.
     -¿Tal vez?
     -Sí, no se escucha muy bien. Pero algunas cosas se entienden.
     Está apurado. Lo despido y pongo el disco en el equipo. Lo que oigo es una especie de garabato sonoro sesgado acá y allá por unas pocas palabras humanas.
     Derrotada, me dejo caer en un sillón y alargo una mano sobre mis ojos cerrados. Recorro con la memoria las entrevistas de los últimos meses. Encuentro un denominador común en los entrevistados: ninguno se queda a vivir en el obstáculo o en el fracaso. La  variable “pérdida”, no es una opción válida. Nada se pierde, todo se transforma, parecen repetir o recordarme. Desde mi perspectiva, lo que se puede rescatar de la opinión de Alfredo Rosso es tan poco que resulta inviable. Desde la perspectiva de Gus, algunas cosas se entienden. Las suficientes como para que valga la pena traerme el cd.
     Levanto el tubo del teléfono y me quedo mirando el aparato, por si se me escapó. Pero no. El modelo proporcionado por la compañía telefónica (con cable negro y enrulado, posiblemente similar al que Juanse utilizó la primera vez que habló con Oldham) no incluye el botón de speakerphone. Es inútil llamarlo a Rosso de nuevo. Además debe estar en Londres, recapitulo. Le mando un mail.
     Me contesta un mes después: ha estado fuera de circulación, dice, por la muerte de su padre.
     Finalmente, un domingo a la tarde nos encontramos en la radio. Llego media hora antes de que termine su programa. La Rock & Pop parece una estación espacial. Subo al primer piso por una escalera caracol. En cada escalón siento la inestabilidad de los tacos hundiéndose en la malla de tejido metálico. Camino por un puente aéreo y veo la recepción, allá abajo, como un monograma que aglutina los grandes espacios y la luz difusa que entra por las altas ventanas del recinto. La productora abre la puerta del estudio. Saludo a Alfredo y tomo asiento en un taburete. Frente a mí, un chico joven también espera para hablar con el periodista. Tras los vidrios ahumados, los rayos del sol se difuminan en naranjas variados. El chico barre el aire con la mano cuando le pregunto cuál es el tema de su entrevista y me da lugar a que primero hable yo. Agrega, en un susurro: “Quiero trabajar acá”. Le levanto el pulgar en parte para desearle suerte y en parte para resumir la buena impresión que Rosso me dio en este sentido. No puedo saber qué interpreta de mis gestos. Alfredo sigue hablando para la audiencia y nosotros nos movemos con sigilo procurando no distraer y no hacer ruido.
     -Ante todo quiero decir  -dice Rosso cuando termina el programa- que yo nunca fui un personaje muy de ir a los estudios de grabación, pero sí de enterarme qué pasa en los estudios, sobre todo cuando los estudios están muy vinculados a un sello discográfico señero en lo que tiene que ver con el movimiento independiente nacional, como es el caso del estudio Del Cielito o Del Cielito Records. Y la actividad de Gustavo Gauvry como técnico de sonido, como productor y, te diría, en algunos aspectos como asesor de los propios músicos, desde la década del ’70, es muy importante. Yo creo que en un momento en que el rock nacional necesitaba un empujoncito de alguien desde adentro, de alguien que comprendiese a los músicos, de alguien que les diese rienda suelta como para expresarse pero que, por otro lado, supiera cuándo se estaban bardeando, la presencia de Gustavo ha sido bárbara, ha sido fundamental. Y bueno, no puedo evitar hablar de las cosas más obvias: su rol al lado de Luis Alberto Spinetta desde los ’80, su rol con los Ratones Paranoicos, su rol con Los Redonditos de Ricota, su rol con Los Piojos. Pero también apoyando la movida de músicos mucho más subterráneos: pienso, por ejemplo, en Botafogo y Durazno de Gala, pienso en los discos solistas de David Lebón, pienso en La Mississippi. O sea, todo un abanico de estilos, un abanico musical que Gustavo ayudó a fogonear en las tres últimas décadas. Yo creo que eso es algo fundamental. Y todavía hoy el estudio se sigue utilizando nutridamente por gran cantidad de músicos que ya lo toman como una especie de segundo hogar. Porque una cosa que es fundamental en un estudio de grabación es que vos te sientas cómodo: la comodidad de no estar excesivamente presionado por el factor tiempo, o por el factor vecinal, o por el factor x. Los estudios tienen una vida propia, un pálpito propio, tienen un “nervio” propio. Entonces yo creo que es muy importante que las personas que son responsables de ese lugar, puedan pescar eso. Porque no es una cuestión solamente de business, es una cuestión de vibración.
     -¿Por qué pensás que se lo considera un estudio mítico?
     -Bueno, básicamente porque para muchos músicos el estudio es un lugar ajeno, es un mal necesario. Hay pocos lugares que mueven a una identificación de tono personal por parte del músico, a una sensación de “estamos en casa”, “estamos cómodos”. Pero el Cielito tiene una cosa que ya se remonta a un par de décadas y yo pienso que es un poco como se deben sentir los músicos ingleses en Abbey Road o en Olympic, esos estudios que cargan un poco con la tradición, porque cuando vos entrás a un estudio y sabés que grabaron Los Beatles, o sabés que grabó Pink Floyd... Y acá, en la Argentina, cuando entrás a un estudio y decís “acá Spinetta grabó Yo quiero ver un tren”. ¡Guau! ¿Viste? O Los Redondos grabaron Bang, bang estás liquidado”, no es cualquier cosa. Y si vamos a creer un poco en el ectoplasma y en ese tipo de cosas, algo de eso debe haber, ¿no?, algo de la buena vibra debe quedar. Viste que algunas personas cuando se mudan a una casa le hacen una cura. Bueno, esto es al revés: hay que dejar esa vibración, hay que tener algunas cosas que no dispersen esas buenas vibraciones de los grandes músicos que quedaron en el Cielito. Estoy seguro que cuando un nuevo músico entra ahí, siente algo de eso, de esos iones.



    




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