La mirada de
Alfredo Rosso
Gustavo Gauvry me encontró en la
ciudadela de los trailers y las
carpas que se abrían detrás de un mega escenario de festival de rock.
-Tomá, guardala -me dijo.
La tarjeta decía Alfredo Rosso. Journalist.
La guardé. Poco después me veo intentando
cerrar una billetera abultada. No son, lamento al comprobarlo, los billetes los
que me impiden cerrarla. Tampoco las tarjetas de crédito. Se trata de tarjetas
personales. Mal llamadas personales porque casi todas publicitan alguna
actividad o producto. Decido tirarlas. Entre tarjetas de electricistas y venta
al por mayor de botas de lluvia, encuentro la de Alfredo Rosso. Como estoy
trabajando en el libro del Cielito, es la única que decido no tirar. Salgo. Camino
por las calles arboladas, silenciosas, que median entre mi casa y el bar donde
quedé en encontrarme con una amiga. Miro la hora. Estoy llegando tarde. Busco
en el bolso el celular. No lo encuentro. Recapitulo. Lo debo haber dejado sobre
la mesa donde vacié la billetera. Hurgo en el bolso para cerciorarme. Compruebo
que salí sin el teléfono y sin los documentos. Pero ya no tengo tiempo de
volver. Detrás de mí ruge una moto. Los rugidos se ralentizan. Alguien, pienso,
va a preguntarme por la ubicación de una calle. Me doy vuelta. La moto se
detiene donde las gruesas raíces de un árbol empujan los adoquines. El hombre
de atrás hace un movimiento con el brazo. Mi vista va de su gorra con visera
hasta la mano que remata en un arma de cañón largo. El hombre dice algo que no
logro entender pero el cañón señala el bolso, después mi cara, otra vez el
bolso. Le doy el bolso. El guardia de seguridad de la cuadra, apostado a menos
de cien metros, ve algo raro y empieza a acercarse. El hombre de la moto me
pega en la cabeza con la culata del revólver. Voy cayendo hacia los adoquines.
El breve tiempo de la caída transcurre para mí en cámara lenta. Antes de llegar
al suelo pienso que si mi cabeza golpea contra un adoquín y pierdo el
conocimiento, sin celular y sin documentos, me habré convertido en un ser
anónimo. Los asaltantes, por su parte, después de sacar unos pocos billetes,
tirarán la billetera a la calle. Alguien la va a encontrar y observará la única
tarjeta, el único nombre: Alfredo Rosso. Probablemente lo llame.
Al despertar, decido adelantarme.
-Mañana me voy a Londres -informa, con amabilidad, el periodista-.
¿Querés que lo hablemos por teléfono o lo dejamos para la vuelta?
-Creo que lo podríamos hacer por teléfono.
El periodista empieza a hablar. Habla,
como se dice, con propiedad, nada de neologismos ni de los estrambóticos
idiolectos de los músicos. Cada palabra significa lo que significa y suena
clara, precisa, puntual en su sentido. No se oyen precipitaciones del lenguaje,
digresiones, derivaciones imposibles. En
su voz reside la economía del tiempo radial, su necesaria concisión. Sostengo
el tubo del teléfono, vertical sobre la mesa y frente a él, el pequeño grabador
digital. Mi cabeza se inmiscuye entre los extraños interlocutores.
-Bueno, Alfredo -cierro, comedida y banal- te agradezco por
haber compartido tu perspectiva y por tu
generosidad al brindarme este tiempo.
Rosso se despide como un gentleman y el tubo y el grabadorcito,
sin la voz que los unía, dan la impresión de perder vitalidad, de opacarse.
Acuesto el tubo sobre el aparato y, después de apretar la tecla de stop, también al grabador le doy una
posición horizontal.
Diez minutos que no tienen desperdicio,
pienso, y decido dejar todo tal cual, volcarlo en el texto así, en bloque, sin
agregar ni quitar nada.
Abro la laptop dispuesta a pasar la mini pero poderosa entrevista. A su
vez, en el grabador digital busco la carpeta correspondiente y pulso play con fervoroso entusiasmo. Lejos, muy lejos, a miles de
kilómetros de distancia, ahogadas por bancos de nieblas, anegadas por
insidiosas lluvias de sonido ambiental, las palabras precisas de Rosso
naufragan en un mar de ruidos.
Inmediatamente llamo a Gus Gauvry. Con
seguridad él cuenta con la tecnología adecuada para solucionar el percance.
-Sí, no te preocupes -me tranquiliza-. Acá tenemos algunos
filtros -dice evidentemente desde el
estudio.
A los pocos días me trae un cd.
-Tal vez puedas sacar algo.
-¿Tal vez?
-Sí, no se escucha muy bien. Pero algunas
cosas se entienden.
Está apurado. Lo despido y pongo el disco
en el equipo. Lo que oigo es una especie de garabato sonoro sesgado acá y allá
por unas pocas palabras humanas.
Derrotada, me dejo caer en un sillón y alargo
una mano sobre mis ojos cerrados. Recorro con la memoria las entrevistas de los
últimos meses. Encuentro un denominador común en los entrevistados: ninguno se
queda a vivir en el obstáculo o en el fracaso. La variable “pérdida”, no es una opción válida.
Nada se pierde, todo se transforma, parecen repetir o recordarme. Desde mi
perspectiva, lo que se puede rescatar de la opinión de Alfredo Rosso es tan
poco que resulta inviable. Desde la perspectiva de Gus, algunas cosas se
entienden. Las suficientes como para que valga la pena traerme el cd.
Levanto el tubo del teléfono y me quedo
mirando el aparato, por si se me escapó. Pero no. El modelo proporcionado por
la compañía telefónica (con cable negro y enrulado, posiblemente similar al que
Juanse utilizó la primera vez que habló con Oldham) no incluye el botón de speakerphone. Es inútil llamarlo a Rosso
de nuevo. Además debe estar en Londres, recapitulo. Le mando un mail.
Me contesta un mes después: ha estado
fuera de circulación, dice, por la muerte de su padre.
Finalmente, un domingo a la tarde nos
encontramos en la radio. Llego media hora antes de que termine su programa. La
Rock & Pop parece una estación espacial. Subo al primer piso por una
escalera caracol. En cada escalón siento la inestabilidad de los tacos
hundiéndose en la malla de tejido metálico. Camino por un puente aéreo y veo la
recepción, allá abajo, como un monograma que aglutina los grandes espacios y la
luz difusa que entra por las altas ventanas del recinto. La productora abre la
puerta del estudio. Saludo a Alfredo y tomo asiento en un taburete. Frente a
mí, un chico joven también espera para hablar con el periodista. Tras los vidrios ahumados, los rayos
del sol se difuminan en naranjas variados. El chico barre el aire con la mano
cuando le pregunto cuál es el tema de su entrevista y me da lugar a que primero
hable yo. Agrega, en un susurro: “Quiero trabajar acá”. Le levanto el pulgar en
parte para desearle suerte y en parte para resumir la buena impresión que Rosso
me dio en este sentido. No puedo saber qué interpreta de mis gestos. Alfredo
sigue hablando para la audiencia y nosotros nos movemos con sigilo procurando
no distraer y no hacer ruido.
-Ante todo quiero decir -dice Rosso cuando termina el programa- que
yo nunca fui un personaje muy de ir a los estudios de grabación, pero sí de
enterarme qué pasa en los estudios, sobre todo cuando los estudios están muy
vinculados a un sello discográfico señero en lo que tiene que ver con el
movimiento independiente nacional, como es el caso del estudio Del Cielito o
Del Cielito Records. Y la actividad de Gustavo Gauvry como técnico de sonido,
como productor y, te diría, en algunos aspectos como asesor de los propios
músicos, desde la década del ’70, es muy importante. Yo creo que en un momento
en que el rock nacional necesitaba un empujoncito de alguien desde adentro, de
alguien que comprendiese a los músicos, de alguien que les diese rienda suelta
como para expresarse pero que, por otro lado, supiera cuándo se estaban bardeando,
la presencia de Gustavo ha sido bárbara, ha sido fundamental. Y bueno, no puedo
evitar hablar de las cosas más obvias: su rol al lado de Luis Alberto Spinetta
desde los ’80, su rol con los Ratones Paranoicos, su rol con Los Redonditos de
Ricota, su rol con Los Piojos. Pero también apoyando la movida de músicos mucho
más subterráneos: pienso, por ejemplo, en Botafogo y Durazno de Gala, pienso en
los discos solistas de David Lebón, pienso en La Mississippi. O sea, todo un
abanico de estilos, un abanico musical que Gustavo ayudó a fogonear en las tres
últimas décadas. Yo creo que eso es algo fundamental. Y todavía hoy el estudio
se sigue utilizando nutridamente por gran cantidad de músicos que ya lo toman
como una especie de segundo hogar. Porque una cosa que es fundamental en un
estudio de grabación es que vos te sientas cómodo: la comodidad de no estar
excesivamente presionado por el factor tiempo, o por el factor vecinal, o por
el factor x. Los estudios tienen una vida propia, un pálpito propio, tienen un
“nervio” propio. Entonces yo creo que es muy importante que las personas que
son responsables de ese lugar, puedan pescar eso. Porque no es una cuestión
solamente de business, es una
cuestión de vibración.
-¿Por qué pensás que se lo considera un
estudio mítico?
-Bueno, básicamente porque para muchos
músicos el estudio es un lugar ajeno, es un mal necesario. Hay pocos lugares
que mueven a una identificación de tono personal por parte del músico, a una
sensación de “estamos en casa”, “estamos cómodos”. Pero el Cielito tiene una
cosa que ya se remonta a un par de décadas y yo pienso que es un poco como se
deben sentir los músicos ingleses en Abbey Road o en Olympic, esos estudios que
cargan un poco con la tradición, porque cuando vos entrás a un estudio y sabés
que grabaron Los Beatles, o sabés que grabó Pink Floyd... Y acá, en la
Argentina, cuando entrás a un estudio y decís “acá Spinetta grabó Yo quiero ver un tren”. ¡Guau! ¿Viste? O
Los Redondos grabaron “Bang, bang estás liquidado”, no es cualquier cosa. Y si vamos a creer un poco
en el ectoplasma y en ese tipo de cosas, algo de eso debe haber, ¿no?, algo de
la buena vibra debe quedar. Viste que algunas personas cuando se mudan a una
casa le hacen una cura. Bueno, esto es al revés: hay que dejar esa vibración,
hay que tener algunas cosas que no dispersen esas buenas vibraciones de los
grandes músicos que quedaron en el Cielito. Estoy seguro que cuando un nuevo
músico entra ahí, siente algo de eso, de esos iones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario