Las anécdotas silenciadas
-A partir de la grabación de Bang Bang, Los Redondos inician una relación con el estudio y con Gustavo que tiene una continuidad de aproximadamente diez años. ¿Recordás alguna anécdota de esa época, de esos años en los que grabaron acá?
-Uno de los motivos por los cuales uno venía acá, como te dije, era para alejarse del dealer y, generalmente, es la relación dealer-músico lo que genera las anécdotas o propicia que los músicos estén hasta las manos y se suban al tanque y toquen la guitarra a las tres de la mañana y hagan cagadas. Algún exceso habrá habido pero, en definitiva, ese tipo de anecdotario se hace muy difícil porque en general veníamos a laburar y a pasarla bien: tomábamos mate, comíamos asados, estábamos en la pileta, manteníamos largas y amenas conversaciones, y trabajábamos. Yo lo he pasado muy bien acá. Pero no recuerdo cosas que tengan el suficiente condimento de exaltación o de zozobra. Tampoco soy el mejor ni el más memorioso, la verdad. Lo mío llega hasta hoy a la mañana.
-O sea que desde tu perspectiva, la larga temporada de Los Redondos en este lugar, fue muy tranquila.
-Y, quizás no. Lo que pasa es que, en serio, cuando yo digo que la memoria no es mi fuerte, es verdad, porque cuando uno tiene los años que tiene y está activo, cada tanto tiene que sellar el input y limpiar un poco, defragmentar el disco porque si no, hay un montón de boludeces que no dejan entrar lo nuevo. Cuando sos joven no hay problema. Cuando estás grande tenés que olvidar cosas del pasado, si no las “anécdotas” terminan siendo como mochilas que todos los días abrís el mueble y bum, se te caen, bum, se te caen. Afortunadamente la memoria obra con sabiduría: va borrando...
-Lo que no necesita para seguir viviendo el presente.
-A veces borra todo -el Indio se ríe-. A veces borra cosas que hubiese sido bueno mantener presentes, viste cómo es la memoria. El delete. A veces uno mete más de un dedo y...
-Pero tan mal no la pasaste en el submarino -le dice Gustavo. Yo trato de adivinar lo que subyace a esa frase, una relación recóndita quizás entre lo que se elige no contar y lo malo.
-No, no. Claro, era un submarino porque no sabías cómo salir de acá. Pero he conocido submarinos peores: el de casa, es peor.
-¿Por qué terminaste mudándote a Parque Leloir? -le pregunto.
-Porque la pasé tan bien. Más de una vez le transmití a Gustavo esta cosa de lo lindo que es tener la posibilidad de vivir en un lugar así, donde tenés tu casa y tu estudio. En esos momentos en los que uno era muy urbano, encontrar un lugar donde podías levantarte a la mañana y ver el sol, escuchar los pajaritos, matear, resultó muy tentador. Además, por supuesto, de esto que hablábamos al principio: poder estar concentrados en el trabajo y generar una unidad mayor entre los músicos. Y bueno, en un momento yo me fui a Dominicana a pasar las vacaciones y con mi compañera volvimos encantados, dispuestos a ir al año siguiente. En noviembre suponte, o diciembre, ya se había terminado el año de Los Redondos, le digo a Virginia: “Estamos al pedo, acá, en Caballito. ¿Por qué no alquilamos una quinta en Parque Leloir, nos vamos todo diciembre y en enero, pum, tocamos para Dominicana?”. Así que vinimos y alquilamos una casa acá cerca. Estábamos tan contentos que nos dio una fiaca de no ir una mierda a Dominicana ni nada. Decidimos quedarnos a pasar las vacaciones acá. O sea que volvimos a alquilar. Y al final la reflexión fue no sólo por qué estoy en Caballito ahora, sino por qué estoy siempre, por qué estamos viviendo en la ciudad si nos gusta esto. Cuando terminó la temporada nos tuvimos que ir de ahí. Entonces alquilamos otra casa porque yo le dije a Virginia: “Si ahora volvemos a Caballito, no vamos a venir a buscar casa ni en pedo”. Así que nos quedamos a vivir acá y aprovechamos para recorrer con la idea de comprarnos una casa. Y dicho y hecho: nos agarró el invierno viendo lugares. Al final encontré este lugar que tiene una hectárea y era ideal porque me permitía en el futuro pensar en construir un estudio.
-¿Cuánto hace que vivís acá?
-Ya como nueve o diez años. Gracias a Dios pude comprar eso porque no estaba la autopista, los valores eran otros. Después, con la autopista, ni hablar porque en veinticinco minutos estás en la Capital. O sea que fue buenísimo. Y se ha transformado en un lugar que me gustaría que fuera definitivo. Me siento muy cómodo y estoy en una etapa de la vida en la que lo único que me interesa es hacer esto que hago -hace un breve silencio y luego repone-: Lo que lamento es la falta de memoria. Seguramente han pasado cosas locas acá, en esas épocas, pero también uno las vivía con mucha normalidad porque eran una atrás de otra.
-A veces ni siquiera pido una anécdota -le digo-. A veces un detalle, una imagen reveladora y para mí otro rincón de la historia Del Cielito queda descubierto.
-Hay gente que es muy buena para eso. Pero yo no me dedico a la generación de anécdotas. Ya bastante carga hay alrededor del Indio Solari como para que uno lo esté adornando con anécdotas mejoradas. Digo, porque también la anécdota es una construcción que con el tiempo se va puliendo, se va cambiando, hasta que se transforma en algo digno de ser contado.
-Ahora que hablamos de esto caigo en la cuenta de que por lo general, cuando hablás, vos transmitís un pensamiento, un modo de ver las cosas, pero no viene acompañado de una ilustración, de un ejemplo, de la narración concreta de un hecho.
-A mí no me interesa la vida de los demás, me interesa la obra. Y en lo que a mí respecta, me interesa el juicio de los demás sobre mi obra, no sobre mi vida. Por eso prefiero no cargarme de anécdotas sobre las cuales después sabés que te van a preguntar todo el tiempo. A mí no me interesa la vida de Pappo fuera de las canciones que hizo. Ni la de Lennon. Yo entiendo que hay gente que necesita promover lo que hace, para mí es genuino, yo no...
-No hacés una crítica.
-Ni hago militancia de mis elecciones. Mis elecciones son cosas que yo necesito para vivir más cómodamente, para disfrutar de la vida, de lo que hago, para poder generar lo que genero. Y trato, en lo posible, de no competir como personaje con mi obra. Prefiero volcar mi anecdotario en canciones.
-Paradójicamente, esa opción por el silencio te ha convertido en un personaje con unas aristas muy marcadas. El Indio Solari como personaje, no está lejos de su obra.
-Si uno no describe quién es y no decide quién es, lo deciden los demás. No te van a dejar afuera del circo. Lo que yo estoy diciendo es que prefiero no ser cómplice de lo que arruina la vida. Mi vida ya bastante es sin decir una mierda. Entonces no me gusta esa competencia. El anecdotario de la cultura rock ha estado favorecido por la posibilidad de hacerlo.
-A ver, ¿cómo es eso?
-Cuando vos estás muy subido a las mantecas de la cultura rock, es fácil tener anécdotas. Lo difícil es tener anécdotas cuando... qué sé yo, cuando laburás en el puerto. Pero cuando vivís en este ambiente de la bohemia, de la noche, siempre tenés cosas para contar. Porque si la cagada no la hiciste vos, la hicieron en la mesa de al lado, te tuviste que agachar lo mismo cuando sonaron los tiros. No le veo el mérito. Y a mí me interesa ameritar las cosas. Cuando yo elogio a alguien es porque elogio algo que me ha provocado esa persona que no me lo provoca el que está en la mesa de al lado. Y eso está en la obra, no está en las cagadas que el tipo se mandó, en las borracheras, drogas y quilombos en los que se metió. Todo el mundo vive situaciones peligrosas, todo el mundo vive situaciones miserables, todo el mundo vive situaciones de reconocimiento. Las mismas cosas que le suceden a la gente, cobran otra magnitud cuando las vive uno porque uno funciona como una caja de resonancia. Yo creo que, en lugar de hacer cagadas para salir en las revistas, hay que esmerarse más y trabajar más en la obra, sobre todo si te transformás en un artista que puede confirmar las cosas que hace desde distintas disciplinas. Porque para eso... en eso se te va la vida.
-Y esto es lo que estás haciendo.
-Claro, se te va la vida en eso: cuando tenés varias empresas, lo que necesitás es tiempo. El tiempo es oro. Realmente en ese momento entendés de qué se trata esto de que el tiempo es oro. No tengo tiempo para hacer todo lo que quiero hacer. Y eso amerita estar relajado en tu vida social. Si estás hecho un quilombo, todavía en la joda y en la bohemia, te quedan muy pocas horas del día para hacer. Y más a esta edad, cuando la resaca ya no te dura hasta las diez de la mañana. Pero volviendo a lo de las anécdotas: hay tipos como Lovecraft, como Julio Verne, que crearon mundos sin nunca haber salido de una habitación. El asunto no es tener anécdotas sino saber cómo presentarlas para que resulten conmovedoras. Hay tipos que da gusto escucharlos contar anécdotas pero no por la anécdota en sí sino por cómo el tipo te la cuenta. Entonces ahí hay arte y eso está bien.
-Esto me recuerda una frase que leí en algún lado: “La organización de la experiencia requiere su paso por la ficción”. Es decir, por más que vos estés escribiendo tu propia autobiografía, al organizarla como un producto estético no va a ser lo que vos viviste. Al menos, no en forma precisa.
-Exacto. Esa es la discusión, lo que me hace estar mal en la relación con los periodistas. Para mí el periodismo es un género de ficción: de movida porque aquel que escribe está en la búsqueda de un estilo reorganizando, como decís vos, reordenando cualquier reportaje. Y a veces, cosas que se entendieron mal para ellos son centrales y parten de ahí para armar toda una pintura sobre tu personalidad.
-Sí, supongo que esa reconstrucción de la entrevista a veces tiene que ver con qué le impactó al entrevistador y dónde puso el acento, con la interpretación que hizo de lo que vos dijiste.
-Lo que dijiste al final puesto al principio, la eliminación de las cosas que ellos creen que no tienen valor y que hacen a la pausa. En el caso mío que soy un tipo, como decís vos, que llevo todo un poco a la abstracción para no hablar de los hechos puntuales, llega un momento que si no ponés las pausas, si no reclamás el tiempo, la cronología de esto mismo que está transcurriendo y sólo recuperás las frases que te parecen ingeniosas y las ponés eliminando los intervalos, parece un tipo que estuviera dando satsang, parece todo muy relajado pero por ahí dije un montón de pelotudeces, fui al baño, voy al baño -se levanta y le pregunta a Gustavo-: ¿Dónde está el baño?
-El baño está en el mismo lugar de siempre -le responde Gus.
Cuando nos quedamos solos en la sala, me pregunta:
-¿Y? ¿Todo bien? ¿Te sentiste cómoda?
Hacía casi tres horas que estábamos hablando.
-Todo bien -le respondo-. Me sentí muy cómoda.
Lo que yo sentía en ese momento no se lo pude decir a Gus. Era algo superlativo. Decir “bien” o “muy cómoda” resultaba anodino, insustancial.
El Indio había hablado. Y lo había hecho, como siempre, con absoluto dominio y holgura. Las palabras eran su medio, su vehículo, aquello de que se revestía y también la materia que lo desnudaba. Pero había algo más. No sólo era un narrador estupendo: también sabía escuchar y aunque parecía tener ideas muy claras y determinadas acerca de prácticamente todo, al estar con él (y justamente en esos intervalos que mencionó, en esas efímeras pausas de la conversación) me di cuenta -él permitió que me diera cuenta- de que su personalidad no es una obra acabada. Ése fue el regalo que me hizo: dejarme entrar.
Infinidad de luciérngas nadaban en la noche perpetua de su búnker. Amparado por esa oscuridad, tendió un brazo hacia mí. Pero no buscaba la connivencia de la sombra para relativizar ese gesto, la invitación a cruzar. La negrura que nos envolvía servía, paradójicamente, para mitigar los terrores. Él resplandecía en ella y secretamente me proponía una danza quieta en el fondo del mar. Ese fondo se había ido tejiendo con los silencios, las pausas, el tono de la voz. No supe que había caído en él hasta que Gus preguntó: “¿te sentiste cómoda?”.
Para responderle tuve que nadar hacia lo alto. Cuando llegué a la superficie, expulsé un chorro de agua y aquellas palabras deslavazadas. Entre Gus y yo se hizo un silencio también marítimo, pero no de comunión sino de naufragio.
-Un gran conversador -resume Gus con la respiración intacta en medio de los maderos y otros despojos que flotan sobre las olas.
-Un gran conversador hace que te resulte más fácil conversar -digo aferrada a un panel de espuma-. ¿Cómo se llama esto?
-Eso se llama difusor 2D -responde, pedagógico, Gus.
-¿Y para qué sirve?
-Para que el sonido, cuando llega ahí, no rebote como si fuera un espejo sino que se difunda.
Las intemperancias del mar me habían dejado de espaldas a Gus. De pronto oí el murmullo sereno, acompasado, de ese agua ondulante sobre la que él dejaba caer sus palabras. Oí la entrega, la dedicación sin estridencias, la presencia indudable y a la vez sutil. Me di vuelta y crucé la sala. Quería agradecerle este sonido que había encontrado y que tenía su sello. Gus se había replegado en su silla. Tenía los hombros levantados y la cabeza como embutida. En tres zancadas vehementes estuve a su lado. Me miró sorprendido. Estaba a punto de decirle cuando oímos la puerta del estudio que se abría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario